Poemas, cuentos y leyendas

Tema en 'Temas de interés (no de plantas)' comenzado por mai^a, 27/2/08.

  1. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Alejandro Dumas (Padre)
    El Conde de Montecristo

    Parte Quinta
    -¿Pero qué diablos nos contáis? --dijo Chateau-Renaud.

    -¡Bah!, os cuento una cosa del otro mundo, ¿verdad?

    -Eso es absurdo -dijo Debray.

    -¡Ah! -dijo Beauchamp-, buscáis medios dilatorios. Preguntad a mi criado qué era lo que se decía en la casa.

    -¿Pero ese elixir dónde está? ¿Qué cosa es?

    -El chico lo oculta.

    -¿De dónde lo ha tomado?

    -Del laboratorio de su madre.

    -Su madre, pues, ¿tiene venenos en su laboratorio?

    -¡Qué sé yo!, me estáis interrogando como si fueseis procuradores del rey. Os repito lo que me han dicho, y he aquí todo. Os cito al autor, no puedo hacer más. Lo cierto es que el pobre diablo no comía de miedo.

    -¡Parece increíble!

    -Pero no, querido, nada tiene de increíble. Ya visteis el año pasado a un niño de la calle de Richelieu que se entretenía en matar a sus hermanos, introduciéndoles mientras dormían un alfiler en los oídos. ¡Querido, la generación que va a reemplazarnos es muy precoz!

    -¡Apuesto a que no creéis una palabra de cuanto decís, pero no veo al conde de Montecristo. ¿Cómo es que no ha venido?

    -Tendrá vergüenza de presentarse ante el público, habiendo sido el juguete de los Cavalcanti, que se le presentaron, según parece, con cartas de recomendación que eran falsas, y que hoy tienen unos cien mil francos hipotecados sobre el principado.

    -A propósito, Chateau-Renaud, ¿cómo se encuentra Morrel? -preguntó Beauchamp.

    -Tres veces he estado en su casa y no he podido verle. Su hermana me ha dicho, sin embargo, que estaba bien.

    -¡Ah!, ahora que recuerdo. ¡Montecristo no puede presentarse en la sala! -dijo Beauchamp.

    -¿Por qué?

    -Porque es actor en el drama.

    -¡Cómo! ¿Ha asesinado a alguien? -dijo Debray.

    -No, al contrario, querían asesinarle. Sabéis que al salir de su casa fue cuando Benedetto asesinó a su amigo Caderousse; en ella se encontró el famoso chaleco que vino a turbar el contrato, y que está allí sobre la mesa, como una pieza de convicción.

    -¡Ah!, ¡es verdad!

    -Silencio, señores, he aquí la sala. A vuestro sitio.

    En efecto, oíase gran ruido en el pretorio. El agente llamó a sus protegidos y un ujier gritó desde la puerta con aquella entonación que tenían ya en tiempo de Beaumarchais:

    -¡Señores, la sala!

    Los jueces entraron en sesión en medio del más profundo silencio. Los jurados ocuparon sus asientos. El señor de Villefort, objeto de la atención general, y aun mejor diremos de la admiración, ocupó su sillón, manteniéndose cubierto, y dejó correr una mirada tranquila a su alrededor. Todos contemplaban con admiración aquella cara grave y severa, sobre cuya impasibilidad no tenían dominio los disgustos personales. Consideraban con una especie de terror a aquel hombre tan insensible a las conmociones de la humanidad.

    -Gendarmes, introducid al acusado -dijo el presidente.

    Al oír aquellas palabras creció la atención del público, y todos los ojos se fijaron en la puerta por donde debía entrar Benedetto. Abrióse ésta poco después y apareció el acusado. La impresión fue igual en todos los asistentes, y ninguno se engañó en la expresión de su fisonomía.

    Su fisonomía no presentaba las señales de emoción profunda que detiene la circulación de la sangre y hace palidecer. Llevaba el sombrero en una mano y metida la otra graciosamente en el chaleco, que era de piqué blanco. Sus ojos estaban serenos y hasta brillantes. Tan pronto como entró en la sala, paseó la vista por todas las filas de los jueces y de los asistentes, y se detuvo en el presidente, y muy particularmente en el procurador del rey.

    Al lado de Benedetto se colocó el abogado, nombrado de oficio, porque él no había querido ocuparse de aquellos detalles a los cuales parecía no dar importancia. Aquél era joven, rubio, y su fisonomía parecía estar mucho más conmovida que la del acusado.

    El presidente ordenó la lectura del acta de acusación, redactada como se sabe, por la pluma hábil a implacable del señor Villefort. Durante la lectura, que fue larga y para cualquier otro hubiera sido aterradora, la atención pública permaneció fija en Benedetto, quien sostuvo aquella prueba con la serenidad de un espartano.

    Jamás había estado Villefort tan elocuente. Presentaba el crimen con los colores más vivos. Los antecedentes del acusado, su transfiguración, la reseña de sus acciones desde su primera edad, se pintaban con el talento que la práctica de la vida y el conocimiento del corazón humano daban a un hombre de tan buena imaginación como el procurador del rey.

    Con sólo aquel preámbulo, Benedetto estaba perdido para siempre en la opinión pública, en tanto que se acercaba el castigo más material aún que la ley.

    Cavalcanti no prestó la menor atención a los cargos sucesivos que contra él se elevaban. El señor de Villefort, que le examinaba cuidadosamente, y que sin duda proseguía en él los estudios psicológicos que había empezado a la vista de otros acusados, no pudo hacerle bajar los ojos una sola vez, por más que fijase en él su profunda mirada.

    Terminóse la lectura.

    -Acusado -dijo el presidente-, ¿vuestro nombre y apellido?

    Cavalcanti se puso en pie.

    -Dispensadme, señor presidente -dijo el reo, cuyo timbre de voz vibraba perfectamente puro-, pero veo que vais a empezar el interrogatorio de un modo que no puedo seguiros. Tengo la pretensión, que justificaré a su tiempo, de que no soy un acusado ordinario. Tened la bondad, os ruego, de permitirme responder siguiendo un orden distinto, sin que por esto deje de contestar a todo.

    El presidente, sorprendido, miró a los jurados, y éstos al procurador del rey.

    Un gran asombro se manifestó en toda la asamblea, pero Cavalcanti no se conmovió.

    -¿Vuestra edad? -dijo el presidente-, ¿responderéis a esta pregunta?

    -A ésa, como a las demás, responderé, señor presidente, pero cuando llegue el caso.

    -¿Vuestra edad? -repitió el magistrado.

    -Tengo veintiún años, o más bien los cumpliré dentro de algunos días, pues nací en la noche del 27 al 28 de septiembre de 1817.

    El señor de Villefort, que estaba escribiendo una nota, levantó la cabeza al oír aquella fecha.

    -¿Dónde nacisteis? -continuó el presidente.

    -En Auteuil, cerca de París.

    El señor de Villefort levantó por segunda vez la cabeza, miró a Benedetto como si hubiese mirado la cabeza de Medusa y se puso lívido.

    Benedetto pasó por sus labios la punta de un fino pañuelo de batista bordado.

    -¿Vuestra profesión? -preguntó el presidente.

    -Primero he sido falsario -dijo Cavalcanti con la mayor tranquilidad del mundo--, después ascendí a ladrón, y recientemente he sido asesino.

    Un murmullo, o por mejor decir, una tempestad de indignación y de sorpresa estalló en la sala. Los jueces se miraron asombrados, los jurados expresaron el disgusto que les causaba un cinismo que no esperaban en un hombre elegante.

    El señor de Villefort apoyó una mano sobre su frente, pálida al principio, encarnada y abrasadora en seguida. Levantóse de pronto, y miró alrededor como un hombre espantado. Parecía que le faltaba el aliento.

    -¿Buscáis algo, señor procurador del rey? -preguntó Benedetto con graciosa sonrisa.

    El señor de Villefort no respondió, se sentó, o por mejor decir, se dejó caer sobre su sillón.

    -¿Consentís ahora, acusado, en decir vuestro nombre? -preguntó el presidente-. La afectación brutal que habéis puesto en enumerar vuestros crímenes, que calificáis de profesión, la especie de importancia que dais a esas acciones, que en nombre de la moral y de la humanidad el tribunal debe reprenderos severamente, he ahí la causa quizá que ha hecho retardéis el nombraros. Queréis enaltecer vuestro nombre con los títulos que le preceden.

    -Señor presidente -dijo Benedetto con el tono de voz más gracioso y con las maneras más distinguidas-, parece increíble el modo con que habéis leído en el fondo de mi corazón. En efecto, por eso os he rogado que invirtieseis el orden de las preguntas.

    El estupor había llegado a su colmo. No había en las palabras del acusado ni altanería, ni cinismo, y se presentía algún terrible rayo en el fondo de aquella oscura nube.

    -¡Y bien! --dijo el presidente-, ¿vuestro nombre?

    -No puedo deciros mi hombre, porque no lo sé. En cambio conozco el de mi padre, pero no puedo decirlo.

    Una alucinación dolorosa cegó a Villefort. Viéronse caer de sus mejillas varias gotas de sudor que borraban sus papeles, que revolvió con mano convulsa.

    -Decidnos el hombre de vuestro padre -dijo entonces el presidente.

    Ni una respiración fuerte, ni el menor aliento turbaba el silencio de aquella asamblea. Todos esperaban.

    -Mi padre es procurador del rey -respondió con calma imperturbable Cavalcanti.

    -¡Procurador del rey! -.dijo estupefacto el presidente sin notar el trastorno que aquellas palabras causaron al señor de Villefort-, ¡procurador del rey!

    -Sí, y ya que me preguntáis su hombre, os lo diré: se llama de Villefort.

    La explosión, tanto tiempo contenida por respeto a la justicia, estalló como un trueno del pecho de todos los asistentes. El tribunal mismo no pensó en reprimir aquel simultáneo movimiento. Las exclamaciones, las injurias dirigidas a Benedetto, que permanecía impasible, los gestos enérgicos, el movimiento de los gendarmes, las rechiflas de la parte del pueblo bajo que hay en toda reunión pública, y que sale a la luz en los momentos de tumulto y escándalo, duraron cinco minutos, antes que los magistrados y los ujieres lograsen restablecer el orden y el silencio.

    En medio de aquella confusión se oía la voz del presidente que gritaba:

    -¿Queréis jugar con la justicia, acusado? ¿Os atrevéis a dar a vuestros conciudadanos el espectáculo de una corrupción que no tiene igual ni siquiera en una época tan relajada como la presente?

    Diez personas se apresuraron a acercarse al procurador del rey, que medio aterrado permanecía en su asiento; ofreciéndole consuelos, procuraron animarle, y le hicieron protestas de celo y simpatía.

    Decían que una mujer se había desmayado, hiciéronla respirar varias sales, y se repuso.

    Durante el tumulto, Benedetto había vuelto la cara sonriéndose hacia la asamblea, y apoyando en seguida una mano en el respaldo de su banco y en la postura más graciosa:

    -Señores -dijo-, no permita Dios que procure insultar al tribunal, y dar un escándalo inútil en presencia de tan honorable reunión. Me han preguntado qué edad tengo, he respondido. No puedo decir de dónde soy ni cuál es mi apellido, porque mis padres me abandonaron. Sin embargo, puedo muy bien, sin decir mi hombre, puesto que no lo tengo, decir el de mi padre, y lo repito, mi padre se llama el señor de Villefort, y estoy pronto a probarlo.

    Tanta verdad, tanta convicción y energía había en el acento del joven que redujo el tumulto al silencio. Las miradas se dirigieron todas en el momento al procurador del rey, que conservaba en su asiento la inmovilidad de un hombre que el rayo acaba de convertir en cadáver.

    -Señores --continuó Benedetto exigiendo el silencio con el gesto y con la voz-, os debo la prueba y la explicación de mis palabras.

    -¡Pero... -dijo el presidente, irritado-, en la instrucción dijisteis que os llamaban Benedetto, habéis dicho que erais huérfano y natural de Córcega!

    -En la instrucción dije lo que me convenía decir, porque no quería que se debilitase o detuviese, lo que no podía menos de suceder, el eco solemne que quería dar a mis palabras.

    »Os repito ahora que nací en Auteuil, en la noche del 27 al 28 de septiembre de 1817, y que soy hijo de Villefort, procurador del rey. ¿Queréis saber más detalles? Os los contaré.

    »Vine al mundo en el primer piso de la casa número 28, de la calle de la Fontaine, en una habitación tapizada de damasco encarnado. Mi padre me tomó en los brazos diciendo a mi madre que estaba muerto. Me envolvió en un paño, marcado H. N., y me llevó al jardín, donde me enterró vivo.»

    Los presentes temblaron cuando vieron crecer la seguridad del acusado con el espanto del señor de Villefort.

    -¿Pero cómo conocéis esos detalles? -preguntó el presidente.

    -Voy a decíroslo, señor presidente. En el jardín en que mi padre acababa de sepultarme se había introducido aquella noche un hombre que le odiaba mortalmente, y quería vengarse del modo que lo hace un corso. El hombre que estaba oculto vio a mi padre enterrar algo, y le asestó una puñalada por la espalda cuando estaba a la mitad de su operación; creyendo en seguida que lo que había ocultado era un tesoro, abrió la fosa y me halló vivo aún. Ese hombre me llevó al hospicio de los expósitos, donde me inscribieron con el número treinta y siete. Tres meses más tarde, su mujer hizo el viaje de Rogliano a París para venir a buscarme. Me reclamó como hijo suyo, y me llevó consigo.

    »He aquí por qué, aunque nacido en Auteuil, me crié en Córcega.»

    Hubo un instante de silencio, pero tan profundo, que se hubiera creído que la sala estaba desierta.

    -Continuad -dijo la voz del presidente.

    -En verdad --continuó Benedetto-, hubiera podido ser dichoso en casa de aquellas buenas gentes que me adoraban, pero mi natural perverso pudo más que todas las virtudes que procuraba infundir en mi corazón mi madre adoptiva. Fui creciendo en el mal, y he llegado hasta el crimen. Finalmente, un día que maldecía a Dios por haberme hecho tan malo y dado tan odioso destino, mi padre adoptivo se acercó a mí y me dijo:

    »" ¡No blasfemes, desgraciado!, porque Dios te ha dado la vida sin cólera. El crimen es de tu padre, y no tuyo; de tu padre, que te entregaba al infierno si hubieses muerto, o a la miseria, si un milagro te volvía a la vida."

    » A partir de aquel instante, cesé de blasfemar a Dios, pero he maldecido a mi padre, y he aquí por qué he pronunciado las palabras que me habéis reprochado, señor presidente. He aquí por qué he causado el escándalo que aún hace temblar a todos. Si es un crimen más, castigadme, pero si os he convencido de que desde el día de mi nacimiento mi destino era fatal, doloroso, amargo, lamentable, tened entonces compasión de mí.»

    -¿Pero vuestra madre? -preguntó el presidente.

    -Mi madre me creía muerto, y no era culpable; no he querido saber el nombre de mi madre, no la conozco.

    En aquel momento un grito agudo que terminó en un suspiro salió del grupo que, como hemos dicho, rodeaba a una mujer.

    Desplomóse con un violento ataque de nervios, y tuvieron que sacarla del pretorio; separóse el velo que ocultaba su rostro: era la señora Danglars.

    A pesar de su postración, del rumor que había en sus oídos y la especie de locura que trastornaba su cerebro, Villefort la reconoció y se levantó.

    -¡Las pruebas! ¡Las pruebas! -dijo el presidente-, recordad, acusado, que ese tejido de horrores necesita apoyarse en las pruebas más evidentes.

    -¿Las pruebas? ¿Las pruebas queréis? -dijo Benedetto riéndose-, vais a verlas.

    -Sí.

    -Pues bien, mirad al señor de Villefort, y pedidme aún las pruebas.

    Todos volvieron los ojos hacia el procurador del rey, que bajo el peso de aquellas mil miradas avanzó hacia el medio del tribunal, vacilante, con los cabellos desordenados y la cara sanguinolenta por la presión de sus uñas. Oyóse un murmullo de admiración.

    -Me piden las pruebas, padre mío -dijo Benedetto-, ¿queréis que las dé?

    -No, no -balbució el procurador del rey con voz ahogada-, no; es inútil.

    -¡Cómo! ¿Inútil? -inquirió el presidente-. ¿Pero qué queréis decir?

    -Quiero decir que en vano intentaría sustraerme al golpe mortal que me aterra, señores. Conozco que estoy entre las manos de un Dios vengador. Nada de pruebas, no hay necesidad; todo lo que ese joven ha dicho es verdad.

    Un silencio análogo al que precede a las grandes catástrofes de la naturaleza se apoderó de los asistentes, sus cabellos se erizaron.

    -¿Y qué?, señor de Villefort -dijo el presidente-, ¿no cedéis a una alucinación? ¡Cómo! ¿Gozáis de la plenitud de vuestras facultades intelectuales? ¿Se concebiría que una acusación tan extraordinaria, tan imprevista y terrible os hubiese turbado la razón? ¡Vamos, serenaos!

    El procurador del rey movió la cabeza, sus dientes daban uno contra otro como los de un hombre devorado por la fiebre, y su palidez era mortal.

    -Estoy en pleno uso de todas mis facultades -dijo--; solamente mi cuerpo es el que sufre, y esto se concibe. Me reconozco culpable de todo lo que ese joven acaba de decir contra mí, y me pongo desde ahora a la disposición del señor procurador del rey, mi sucesor.

    Dichas estas palabras con una voz ronca y casi sofocada, el señor de Villefort se dirigió vacilante a la puerta, que le abrió maquinalmente el ujier de servicio.

    La asamblea entera permaneció silenciosa y consternada con aquella revelación que tan terrible desenlace daba a las peripecias que durante quince días habían ocupado a la alta sociedad de París.

    -¡Y bien! -dijo Beauchamp-. ¡Que vengan luego a decirnos que el drama no existe en la naturaleza!

    -¡Por mi vida! -dijo Chateau-Renaud-, mejor quisiera concluir como el señor de Morcef; un tiro es dulce en comparación de semejante catástrofe.

    -Y luego mata -dijo Beauchamp.

    -Y yo que había pensado en casarme con su hija -dijo Debray-, ¡bien ha hecho en morirse! ¡Dios mío! ¡Pobre muchacha!

    -Se levanta la sesión, señores -dijo el presidente-; la causa queda para la sesión próxima, pues debe empezarse de nuevo la instrucción y confiarla a otro magistrado.

    Cavalcanti, siempre sereno y mucho más interesante, salió de la sala escoltado por los gendarmes, que voluntariamente le manifestaban cierta consideración.

    -¡Y bien! ¿Qué pensáis de esto, buen hombre? -preguntó Debray al guardia municipal poniéndole un luis en la mano.

    -Que habrá circunstancias atenuantes -respondió éste.

    El señor de Villefort vio abrirse ante él las filas de la multitud, aunque muy compactas. Los grandes dolores son de tal modo venerables que no hay ejemplo ni aun en los tiempos más desgraciados, de que el primer movimiento de la multitud reunida no haya sido un movimiento de simpatía hacia una gran desgracia. Muchas gentes odiadas han sido asesinadas en un tumulto. Raras veces un desgraciado, aunque fuese criminal, ha sido insultado por los que asisten a su proceso de muerte.

    Villefort atravesó, pues, las filas de los espectadores, de los guardias, de los agentes de policía, y se alejó, confesado culpable por sí mismo, pero protegido por su valor.

    Existen en la vida situaciones que los hombres comprenden por instinto, pero que no pueden desentrañar con la reflexión. El mayor poeta en este caso es el que sabe expresar la queja más vehemente y más natural. La multitud toma este grito por una relación entera, y hace bien en contentarse con él, y mejor aún, en encontrarlo sublime si es verdadero.

    Por lo demás, sería difícil decir el estado de estupor en que Villefort se hallaba al salir del palacio, pintar la fiebre que estremecía sus arterias, que helaba sus fibras, que hinchaba hasta reventar sus venas y aniquilaba cada punto de su cuerpo mortal con millares de sufrimientos.

    Villefort se dirigía a lo largo de los pasillos, guiado solamente por la costumbre. Quitóse la toga magistral, no por conveniencia, sino porque era para él una carga insoportable, una túnica de Nesso, fecunda en torturas.

    Llegó vacilante al patio Dauphine, vio su carruaje, despertó al cochero abriendo él mismo, y se dejó caer sobre los cojines señalando con el dedo la dirección del barrio de San Honorato.

    El cochero partió.

    Todo el peso de su fortuna fracasada acababa de desplomarse sobre su cabeza; este peso le abrumaba, no sabía sus consecuencias, no las había calculado y las sentía; no razonaba su código como el frío asesino que comenta un artículo conocido. Tenía a Dios en el fondo del corazón.

    -¡Dios! -murmuraba sin saber lo que decía-. ¡Dios! ¡Dios!

    No veía más que a Dios en medio del trastorno que por él pasaba.

    El carruaje corrió precipitado. Villefort, agitándose sobre los cojines, sentía algo que le molestaba.

    Llevó la mano al objeto. Era un abanico olvidado por la señora de Villefort entre el cojín y el respaldo del carruaje. Este abanico despertó un recuerdo, y este recuerdo fue como un rayo en las tinieblas de la noche.

    Villefort pensó en su esposa.

    -¡Oh! -exclamó, como si un hierro ardiendo le perforase el corazón.

    En efecto, hacía una hora que no tenía a la vista más que un lado de su miseria, y he aquí que de repente se ofrecía otro a su espíritu, y otro no menos terrible.

    ¡Esa mujer! Acababa de portarse con ella como un juez severo e inexorable, la había condenado a muerte, y ella, ella, aterrorizada, llena de remordimientos, abismada con el oprobio que acababa de causarle con la elocuencia de su intachable virtud, pobre mujer débil e indefensa contra un poder absoluto y supremo, se preparaba acaso a morir en aquellos instantes.

    Había transcurrido una hora desde su condenación. Tal vez entonces repasaba en su memoria todos sus crímenes, pedía perdón a Dios, escribía una carta para implorar de rodillas el perdón de su virtuoso esposo, perdón que compraba con la muerte.

    Villefort lanzó otro quejido de dolor y de rabia.

    -¡Ah! -exclamó agitándose sobre el raso del carruaje-, ¡esa mujer no es criminal más que por haberme tocado! ¡Yo soy el crimen, yo! ¡Y ha adquirido el crimen como se adquiere el tifus, como se adquiere el cólera, como se adquiere la peste, y yo la castigo! ¡Oh!, ¡no!, ¡no!, vivirá..., me seguirá... Huiremos, abandonaremos Francia, correremos por la tierra mientras nos sostenga. ¡Le hablaba de cadalso... ! ¡Gran Dios! ¡Cómo osé pronunciar esta palabra! ¡Y a mí también me espera el cadalso... ! Huiremos. .. Sí, me confesaré a ella, sí; todos los días le diré humillándome que yo también he cometido un crimen... ¡Oh! ¡Alianza del tigre y de la serpiente! ¡Oh! ¡Digna esposa de un marido como yo...! ¡Es preciso que viva, es necesario que mi infamia haga palidecer la suya!

    Y Villefort hundió, más que bajó, el vidrio del coche.

    -¡Más aprisa! -exclamó con una voz que hizo estremecer al cochero en su asiento.

    Los caballos, avivados por el miedo, volaron hasta llegar a la casa.

    -¡Sí!, ¡sí! -repetía Villefort a medida que se acercaba-, sí; es preciso que esta mujer viva, es preciso que se arrepienta y que eduque a mi hijo, mi pobre hijo, único que con el indestructible anciano sobrevive a la ruina de la familia. Le amaba, por él lo ha hecho todo. No hay que desesperar jamás del corazón de una madre que ama a su hijo. Se arrepentirá. Nadie sabrá que ha sido culpable; los crímenes cometidos en mi casa y de que el mundo se entera ya, serán olvidados con el tiempo, y si algunos enemigos se acuerdan, les anotaré en la lista de mis crímenes. Uno, dos o tres más, ¡qué importa! Mi mujer se salvará llevando el oro, y sobre todo llevando su hijo, lejos del abismo en donde me parece ver caer el mundo conmigo. Vivirá, aún será dichosa, puesto que todo su amor está en su hijo, y su hijo no la abandonará. Habré hecho una buena acción.

    Y el señor de Villefort respiró más libremente de lo que lo había hecho en mucho tiempo.

    El carruaje se detuvo en el patio de la casa.

    El procurador del rey se lanzó del estribo y halló a los criados sorprendidos de verle volver tan pronto. No leyó otra cosa en su fisonomía. Nadie le dirigió la palabra. Paráronse ante él como de costumbre, para dejarle paso. Esto fue todo.

    Pasó por la cámara de Noirtier, y por la puerta entreabierta percibió como dos sombras, pero no se preocupó de la persona que estaba con su padre. Su inquietud le trastornaba.

    -Vamos -dijo subiendo la escalerilla que conducía al descansillo, donde estaba la habitación de su mujer y la cámara vacía de Valentina-,vamos, nada ha cambiado aquí.

    Antes de todo, cerró la puerta del descansillo.

    -Es conveniente que nadie nos interrumpa -dijo Villefort-, conviene que pueda hablarle libremente, acusarme a ella, decírselo todo.

    Acercóse a la puerta, puso la mano en el botón de cristal, y cedió.

    -¡Paso libre! ¡Oh!, ¡bien, muy bien! -murmuró.

    Y entró en el pequeño salón en donde todas las noches se ponía el lecho de Eduardo, porque aunque en pensión, Eduardo venía todas las noches. Su madre no había querido nunca separarse de él.

    Recorrió con una mirada todo el salón.

    -Nadie -dijo-, está en su alcoba, sin duda.

    Y se dirigió a la puerta.

    El cerrojo estaba corrido.

    Se detuvo estremecido.

    -¡Eloísa! -exclamó.

    Parecióle oír mover un mueble.

    -Eloísa -repitió.

    -¿Quién es? -preguntó la voz de la que llamaba.

    Parecióle que esta voz era más débil que otras veces.

    -¡Abrid! ¡Abrid! -exclamó Villefort-, ¡soy yo!

    Sin embargo, a pesar de esta orden, a pesar del tono angustiado con que era proferida, no abrieron.

    Villefort abrió la puerta de una patada.

    A la entrada de su dormitorio, la señora de Villefort estaba en pie, pálida, con las facciones contraídas, mirándole con ojos de una inmovilidad espantosa.

    -¡Eloísa! ¡Eloísa! --dijo-, ¿qué os ocurre? ¡Hablad!

    La joven extendió hacía él su mano crispada y lívida.

    -Esto se ha acabado, señor -dijo con un quejido que parecía desgarrar su garganta-, ¿qué más queréis?

    Y cayó sobre la alfombra. Villefort corrió a ella y la cogió de la mano. Esta mano oprimía convulsivamente un frasco de cristal con tapón de oro. La señora de Villefort estaba muerta. El procurador del rey, sobrecogido de horror, retrocedió hasta la puerta, mirando el cadáver.

    -¡Hijo mío! -exclamó de repente-, ¿dónde está mi hijo? ¡Eduardo! ¡Eduardo!

    Y se precipitó fuera de la habitación, gritando:

    -¡Eduardo! ¡Eduardo!

    Con tal acento de angustia era pronunciado este nombre, que acudieron los criados.

    -¡Hijo mío! ¿Dónde está mi hijo? -preguntó Villefort-. Que le saquen de casa, que no la vea. -El señorito Eduardo no está abajo -respondió un criado. -Jugará sin duda en el jardín. Mirad si está allí. ¡Buscadle! -No, señor. La señora llamó a su hijo hará media hora aproximadamente. El señorito Eduardo entró con la señora, y no ha vuelto a bajar.

    Un sudor helado inundó la frente de Villefort, sus pies vacilaron sobre las baldosas, sus ideas comenzaron a trastornar su cabeza como las ruedas desordenadas de un reloj que se rompe.

    -¡Con la señora! -murmuró-, ¡con la señora! -Y volvió lentamente sobre sus pasos, enjugándose la frente con una mano y apoyándose con la otra en las paredes.

    Al volver a entrar en la estancia, era preciso ver de nuevo a aquella desgraciada.

    Para llamar a Eduardo, era preciso despertar el eco del aposento convertido en féretro mortuorio. Hablar, era violar el silencio de la tumba.

    Villefort sintió su lengua paralizada en la garganta.

    -¡Eduardo! ¡Eduardo! -balbució.

    El niño no contestó. ¿Dónde estaba el niño que, al decir de los criados, había entrado con su madre, sin volver a salir?

    Villefort dio un paso adelante.

    El cuerpo exánime de la señora de Villefort estaba tendido a través de la puerta del salón en donde se hallaba necesariamente Eduardo. Este cadáver parecía velar sobre el umbral con ojos fijos y abiertos, con una espantosa y misteriosa sonrisa irónica en los labios.

    En derredor del cadáver, la mampara dejaba ver una parte del salón, un piano y el extremo de un diván de raso azul.

    Villefort avanzó tres o cuatro pasos y vio a su hijo acostado en el sofá.

    El niño dormía, sin duda.

    El infeliz tuvo un rapto de alegría, un rayo de luz pura bajó al infierno en el cual estaba luchando.

    Tratábase de pasar por encima del cadáver, de entrar en el salón, de tomar el niño en los brazos y de huir con él lejos, ¡muy lejos!

    Villefort no era el hombre cuya refinada corrupción le hacía el tipo de hombre civilizado; era un tigre herido de muerte que deja los dientes rotos en su última herida.

    No temía las preocupaciones, sino los fantasmas. Tomó aliento y saltó por encima del cadáver como si se hubiera tratado de saltar por un brasero encendido. Tomó al niño en sus brazos, estrechándole, sacudiéndole, llamándole. El niño no le respondió. Unió sus ávidos labios a sus mejillas, a sus mejillas lívidas y heladas, palpó sus miembros ateridos, apoyó la mano en su corazón; su corazón no palpitaba. El niño estaba muerto. Un papel doblado en cuatro pliegues cayó del pecho de Eduardo. Como herido de un rayo, Villefort se dejó caer sobre las rodillas. El niño se escapó de sus brazos inertes y rodó al lado de su madre. Villefort cogió el papel, conoció la letra de su mujer y lo leyó ávidamente. He aquí su contenido:

    ¡Vos sabéis si yo era buena madre, puesto que por mi hijo me hice criminal!

    ¡Una buena madre no parte sin su hijo!

    Villefort no podía dar crédito a sus ojos. No podía creer a su razón. Arrastróse hacia el cuerpo de Eduardo, que examinó una vez todavía con la atención minuciosa de la leona que mira a su cachorro muerto. Después brotó un grito desgarrador de su pecho.

    -¡Dios! -murmuró-. ¡Siempre Dios!

    Estas dos víctimas le espantaban, sentía en sí el horror de aquella soledad solamente ocupada por dos cadáveres.

    De pronto se veía sostenido por la rabia, por la inmensa facultad de los hombres fuertes, por la desesperación, por la virtud suprema de la agonía que impulsó a los Titanes a escalar el cielo, a Ayaz a amenazar a los dioses.

    Villefort dobló la cabeza bajo el peso de los dolores, levantóse sobre las rodillas, sacudió los cabellos húmedos de sudor, erizados de espanto, y el que jamás había tenido piedad de nadie, se fue a encontrar a su anciano padre para tener en su debilidad alguien a quien contar su desgracia, alguien con quien llorar.

    Bajó la escalera que ya conocemos, y entró en la habitación de Noirtier.

    Este parecía escucharle atentamente, tan afectuosamente como lo permitía su inmovilidad. El abate Busoni estaba allí con la calma y frialdad de costumbre.

    Al ver al abate, Villefort llevó la mano a la frente. El pasado vino a él como una de esas olas, en las cuales se levanta doble espuma que en las demás.

    Recordó la visita que le hiciera el abate dos días antes de la comida de Auteuil, y de la visita que le había hecho el mismo abate el día de la muerte de Valentina.

    -¡Vos aquí, señor! ---dijo-, ¿pero vos no me aparecéis jamás que no sea para escoltar la muerte?

    Busoni se levantó. Viendo la alteración del rostro del magistrado, el brillo feroz de sus ojos, comprendió o debió comprender que la escena de los jurados había concluido. Ignoraba el resto.

    -Vine para orar sobre el cuerpo de vuestra hija -respondió Busoni.

    -Y hoy, ¿qué venís a hacer?

    -Vengo a deciros que me habéis pagado suficientemente vuestra deuda, y que desde este momento voy a rogar a Dios que se contente como yo.

    -¡Dios mío! -dijo Villefort retrocediendo asustado-, ¡esta voz no es la del abate Busoni!

    -No.

    E1 abate arrancó su falsa tonsura, sacudió la cabeza, y sus largos cabellos negros, sueltos ya, cayeron sobre sus espaldas rodeando su varonil semblante.

    -Es el rostro del conde de Montecristo -exclamó Villefort con los ojos inciertos.

    -No es esto todo, señor procurador del rey, mirad mejor y más lejos.

    -¡Esta voz!, ¡esta voz! ¿Dónde la oí por primera vez?

    -La oísteis por primera vez en Marsella, hace veintitrés años, el día de vuestro matrimonio con la señorita de Saint-Merán. Buscad en vuestros papeles.

    -¿No sois Busoni? ¿No sois Montecristo? ¡Dios mío, sois el enemigo oculto, implacable, mortal! ¿Hice algo contra vos en Marsella? ¡Oh, desgraciado de mí!

    -Sí, tienes razón, es bien cierto -dijo el conde cruzando los brazos sobre el pecho-, ¡busca!, ¡busca!

    -Mas, ¿qué lo he hecho? -exclamó Villefort, cuyo espíritu luchaba ya en el límite donde se confunden la razón y la demencia en aquellos momentos en que no puede decirse que dormimos ni que estamos despiertos-. ¿Qué lo he hecho? ¡Di, habla!

    -Me condenasteis a una muerte lenta y horrorosa, matasteis a mi padre, me robasteis el amor con la libertad, y la fortuna con el amor.

    -¿Quién sois? ¿Quién sois? ¡Dios mío!

    -Soy el espectro de un desgraciado al que sepultasteis en las mazmorras del castillo de If; a este espectro, salido entonces de la tumba, Dios ha puesto la máscara del conde de Montecristo, y le ha cubierto de diamantes y oro para que no le reconozcáis hoy.

    -¡Ah, le reconozco, le reconozco! -dijo el procurador del rey-, tú eres...

    -¡Soy Edmundo Dantés!

    -¡Tú, Edmundo Dantés! -exclamó el señor de Villefort, asiendo al conde por el puño-, ¡entonces ven!

    Y le llevó por la escalera, en donde Montecristo le seguía asombrado, ignorando a qué parte le conducía el procurador del rey, y presintiendo algún desastre.

    -¡Espera!, Edmundo Dantés -dijo mostrando al conde los cadáveres de su esposa y de su hijo-, ¡atiende, mira! ¿Está bien vengado?

    Montecristo palideció ante tan espantoso espectáculo. Comprendió que acababa de traspasar los derechos de la venganza, que no podía decir más que:

    -Dios está por mí y conmigo.

    Arrojóse con angustia inexplicable sobre el cuerpo del niño, abrió sus ojos, tocó su pulso, y pasó con él al cuarto de Valentina, que cerró con doble llave.

    -¡Hijo mío! -exclamó Villefort-, ¡se lleva el cadáver de mi hijo! ¡Oh!, ¡maldición!, ¡desgracia!, ¡muerte para mí!

    Y quiso lanzarse en pos de Montecristo, pero como por un sueño, sintió clavarse sus pies, dilatarse sus ojos hasta salir de las órbitas, encorvarse sus dedos contra la carne del pecho, y hundirse en él gradualmente, hasta que la sangre enrojeció sus uñas. Sintió las venas de las sienes llenarse de espíritus ardientes que pasando hasta la estrecha bóveda del cráneo inundaron su cerebro de un diluvio de fuego.

    Tal situación duró algunos minutos, hasta que se completó un trastorno espantoso en su razón.

    Entonces profirió un grito seguido de una prolongada carcajada, y se precipitó por las escaleras.

    Un cuarto de hora después se abrió la habitación de Valentina y volvió a presentarse el conde de Montecristo.

    Pálido, los ojos apagados, el pecho oprimido, todos los rasgos de esta figura extraordinariamente reposada y noble, estaban trastornados por el dolor. Tenía en sus brazos el niño, al cual ningún socorro había bastado para devolverle la vida. Puso una rodilla en tierra y le depositó religiosamente cerca de su madre, con la cabeza colocada sobre su pecho. Luego, levantándose, salió, y se halló con un criado en la escalera.

    -¿Dónde está el señor de Villefort? -inquirió.

    El criado, sin responder, extendió la mano hacia el jardín.

    Montecristo bajó la escalera, se dirigió al sitio designado y vio en medio de sus criados que formaban corro en su derredor, a Villefort, con una azada en la mano, cavando la tierra con una especie de furor.

    -¡No está aquí! -decía-, ¡no está aquí!

    Y volvía a cavar en otra parte.

    Montecristo se acercó a él, y muy bajo, y con un tono casi humilde le dijo:

    -Habéis perdido un hijo, pero...

    Villefort le interrumpió: ni le había escuchado, ni comprendido.

    -¡Oh!, le encontraré -dijo-, ¿estáis seguros de que no está aquí? Le encontraré, aunque hubiera de buscarle hasta el día del juicio.

    Montecristo se retiró horrorizado.

    -¡Oh! -dijo-, está loco.

    Y como si hubiera creído que las paredes de la casa maldita se desplomaran sobré él, se lanzó a la calle, dudando por primera vez del derecho que pudiera tener para hacer lo que había hecho.

    -¡Oh!, basta, basta con esto -dijo-, salvemos lo que queda.

    Y entrando en su casa, Montecristo encontró a Morrel, que andaba por la fonda de los Campos Elíseos silencioso como una sombra que espera el momento señalado por Dios para entrar en la tumba.

    -Preparaos, Maximiliano -le dijo sonriendo-, mañana saldremos de París.

    -¿No tenéis nada que hacer? -preguntó Morrel.

    -No -respondió Montecristo-, y Dios quiera que no haya hecho demasiado.

    Al día siguiente, en efecto, partieron, acompañados de Bautista por toda comitiva. Haydée había llevado a Alí, y Bertuccio quedó con Noirtier.
     
  2. mai^a

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    Los chicos ciegos

    Jueves, 23


    Nuestro maestro se ha puesto muy enfermo y para sustituirle ha venido
    el de cuarto, que ha sido profesor en el Instituto de los Ciegos; es el
    más viejo de todos; tiene el pelo tan blanco, que parece lleve en la
    cabeza una peluca de algodón, y habla como si entonase una canción
    melancólica; pero enseña bien, y sabe mucho. En cuanto entró en clase,
    al ver un chico con un ojo vendado, se acercó al banco y le preguntó qué
    tenía.

    -Mucha atención con los ojos, chiquito -le dijo.

    Derossi le preguntó:

    -¿Es cierto, señor maestro, que ha sido usted profesor de los ciegos?

    -Sí, durante varios años -respondió. Y Derossi insinuó a media voz:

    -¿Por qué no nos dice algo de ellos?

    El maestro se sentó en su mesa.

    Coretti dijo en voz alta:

    -El Instituto de los Ciegos está en la calle Niza.

    -Vosotros decís ciegos -comenzó el maestro-, como diríais enfermos, pobres
    o qué sé yo. Pero ¿comprendéis bien el alcance de esa palabra? Reflexionad
    un poco. ¡Ciegos! ¡No ver nunca nada! ¡No distinguir el día de la noche; no
    ver el cielo, ni el sol, ni a los propios padres; nada de todo lo que nos rodea
    y se toca; estar sumergidos en perpetua oscuridad y como sepultados en las
    entrañas de la tierra! Cerrad los ojos un momento y pensad que podríais
    permanecer siempre así; inmediatamente os sobrecogerán la angustia y el
    terror, os parecerá imposible vivir de ese modo, os vendrán ganas de gritar,
    y al final o enloqueceríais o moriríais. Y, sin embargo... cuando se entra por
    primera vez en el Instituto de los Ciegos, durante el recreo, y se oye a esas
    pobres criaturas tocar el violín o la flauta por todas partes, hablar fuerte y
    reír, subiendo y bajando las escaleras con pasos rápidos y moviéndose con
    soltura por los corredores y dormitorios, nadie diría que son tan
    desventurados. Hay que observarlos con detención.

    Hay jóvenes de dieciséis o dieciocho años robustos y alegres, que sobrellevan
    la ceguera con calma y hasta con cierta jovialidad; pero se comprende por la
    expresión severa y alterada de los semblantes que deben haber sufrido
    tremendamente antes de resignarse a tamaña desgracia; otros, de rostro
    Çpálido y dulce, en los que se advierte una gran resignación, pero están
    tristes y se adivina que a solas tienen ratos de gran depresión. ¡Ay, hijos
    míos! Pensad que algunos de esos chicos han perdido la vista en pocos días;
    otros, tras unos años de verdadero martirio y muchas operaciones
    quirúrgicas; no pocos nacieron así, en una noche que jamás ha tenido
    amanecer para ellos, habiendo entrado en el mundo como en una inmensa
    tumba, sin saber cómo está formado el rostro humano. Imaginaos cuánto
    deben haber sufrido y sufrirán cuando piensen, confusamente, en la tremenda
    diferencia que hay entre ellos y quienes los ven.

    Seguramente se preguntarán a sí mismos: «¿Por qué esta diferencia sin
    ninguna culpa por nuestra parte?» Yo, que he estado varios años entre ellos,
    cuando recuerdo aquella clase, todos aquellos ojos sellados para siempre,
    aquellas pupilas sin mirada y sin vida, y luego me fijo en vosotros... me
    parece imposible que no os consideréis todos dichosos. ¡Pensad que hay unos
    treinta mil ciegos en nuestra nación! ¡Treinta mil personas que no ven la
    luz...! ¡Un ejército que tardaría más de cuatro horas en desfilar bajo nuestros
    balcones o ventanas!


    El maestro calló y en la clase no se oía ni respirar. Derossi preguntó si es
    cierto que los ciegos tienen el tacto más fino que nosotros. El maestro dijo:

    -Es verdad. Al carecer de la visión se afinan en ellos los demás sentidos
    porque, debiendo suplir entre todos el de la vista, están más y mejor
    ejercitados que los que ven. Por la mañana, en los dormitorios, el uno le
    pregunta al otro: «¿Hace sol?», y el que antes se viste va corriendo al patio
    para agitar las manos en el aire y comprobar si el sol se las calienta; en caso
    afirmativo se apresura a dar la buena noticia: «¡Hace sol!» Por la voz de una
    persona se forma idea de la estatura; nosotros juzgamos el carácter de las
    personas por los ojos, ellos por la voz; recuerdan la entonación y el acento
    a través de los años. Se dan cuenta si en una habitación hay más de una
    persona aunque hable solamente uno y permanezcan inmóviles. Por el tacto
    advierten si una cuchara está más o menos limpia... Las niñas distinguen la
    lana teñida de la que tiene su color natural. Al pasar en fila de a dos por las
    calles, reconocen casi todas las tiendas por el olor, aun aquellas en las que
    nosotros no percibimos ninguno. Juegan a la peonza y, al oír el zumbido que
    produce girando, van derecho a cogerla, sin titubear.

    Juegan a, los arcos, a los bolos, saltan a la comba, hacen casitas con
    pedruscos, cogen violetas y otras flores como si las viese, fabrican esteras y
    canastillos, entrelazando espartos, hilos y junquillos de diversos colores con
    extraordinaria destreza: ¡tanto tienen ejercitado el tacto! Para ellos es el
    tacto lo que para nosotros la vista; uno de sus mayores placeres consiste
    en tocar y oprimir para adivinar la forma de las cosas, palpándolas. Cuando
    los llevan al Museo Industrial, donde los dejan tocar cuanto quieren, resulta
    emotivo ver con qué gusto se apoderan de los cuerpos geométricos, de los
    modelitos de casas, de los diferentes instrumentos, y la alegría con que
    palpan, frotan y revuelven entre las manos todas las cosas para ver cómo
    están hechas. ¡Porque ellos dicen ver!


    Garoffi interrumpió al maestro para preguntarle si es cierto que los chicos
    ciegos aprenden las Matemáticas mejor que los otros.

    El maestro respondió:

    -Así es. Aprenden a resolver problemas y a leer. Tienen libros a propósito
    con caracteres en relieve; pasan los dedos por encima, reconocen las letras
    y dicen las palabras; leen de corrido. Y hay que ver lo que se ruborizan los
    pobrecitos cuando cometen alguna falta. También escriben, aunque sin tinta.
    Lo hacen sobre un papel grueso y duro con un punzoncito de metal que
    marca muchos puntitos hundidos y agrupados según un alfabeto especial;
    dichos puntitos aparecen en relieve por el revés del papel, de forma que, al
    volver la hoja, pasando los dedos por encima de ellos, puede leerse lo escrito,
    así como la escritura de otros. De esta forma hacen redacciones y se
    intercambian cartas. De igual manera escriben los números y hacen las
    operaciones. Calculan mentalmente con pasmosa facilidad, dado que no les
    distrae la vista, como nos ocurre a los videntes. ¡Si vierais lo que les gusta
    oír leer, lo atentos que están, cómo lo recuerdan todo, cómo discuten entre
    sí, aun los más pequeños, de cosas de historia y de lenguaje, sentados
    cuatro o cinco en el mismo banco, sin volverse el uno hacia el otro, y
    conversando el primero con el tercero y el segundo con el cuarto, en voz
    alta y todos a un mismo tiempo, sin perder una sola palabra, por la rapidez
    y agudeza que tienen en el oído!


    Dan más importancia que vosotros a los exámenes, os lo aseguro, y sienten
    mayor cariño a sus maestros. Al maestro lo reconocen en el andar y mediante
    el olfato; saben si está de buen o mal humor, si se encuentra bien o mal de
    salud, tan sólo por el timbre de su voz. Les gusta que el maestro los toque
    cuando los anima o los alaba, y le palpan las manos y los brazos para
    expresarle su gratitud. Acostumbran a quererse mucho entre sí; son buenos
    compañeros. En las horas de recreo, casi siempre se reúnen los mismos.
    En la escuela de las chicas, por ejemplo, forman tantos grupos como
    instrumentos tocan. Así hay grupos de violinistas, de pianistas, de
    flautistas... y nunca se separan. Cuando le toman cariño a alguien, es difícil
    que se cansen de profesárselo. Encuentran mucho consuelo en la amistad.
    Se juzgan con rectitud entre sí. Tienen un concepto muy claro y profundo
    del bien y del mal. Nadie exalta como ellos una acción generosa o un hecho
    grande que oigan leer o referir.

    Votini preguntó si tocaban bien.

    -Sienten hondamente la música -respondió el maestro-. Su gozo y su vida
    parecen estar en ella. Hay cieguitos, recién entrados en el Instituto, capaces
    de estar tres horas inmóviles oyendo tocar. Aprenden fácilmente a tocar y lo
    hacen con verdadera pasión. Cuando el maestro de música dice a alguno que
    carece de aptitudes para la música, sufre mucho, pero entonces empieza a
    estudiar como un desesperado. ¡Ah, si oyerais la música allí dentro, si vieseis
    a los cieguitos cuando tocan con la frente alta, la sonrisa en los labios, el
    semblante encendido, temblando de emoción, como extasiados al escuchar
    las armonías que se esparcen por la infinita oscuridad que los rodea! ¡Cómo
    comprenderíais entonces el divino consuelo de la música!

    Se llenan de júbilo y rebosan de dicha cuando un maestro les dice: «Tú
    llegarás a ser un artista.» Para ellos, el primero en la música, el que sobresale
    en tocar el piano o el violín, es como un rey: lo admiran y lo veneran. Si se
    origina un altercado entre dos de ellos, si dos amigos se disgustan, acuden a
    él para dirimir la cuestión o para reconciliarlos. El es quien se encarga de
    enseñar a tocar a los más pequeños, y lo consideran poco menos que como
    a un padre. Antes de acostarse, todos van a darle las buenas noches.
    Continuamente están hablando de música. Ya acostados, después de un día
    fatigoso de estudio y de trabajo, aun medio dormidos, se les oye charlar en
    voz baja de piezas musicales, de maestros, orquestas e instrumentos. Para
    ellos es un castigo privarles de la lectura o de la lección de música, y sufren
    tanto, que casi nunca se tiene el valor de recurrir a medida tan extremada.

    La música es para ellos lo que la luz para nosotros.

    Derossi preguntó si sería posible ir a verlos.

    -Sí, se puede -respondió el maestro-; pero no conviene que vosotros vayáis
    por ahora; iréis más tarde, cuando estéis en condiciones de comprender toda
    la magnitud de la desventura que padecen y sentir la compasión que
    merecen. Es un espectáculo muy triste, hijos míos. A veces se ven allí chicos
    sentados frente a una ventana abierta de par en par, respirando con fruición
    el aire fresco, pero con la cara inmóvil, pareciendo que miran la extensa
    planicie verde y las azuladas montañas que vosotros podéis contemplar...;
    pero pensar que ellos no ven ni podrán ver jamás tanta belleza, deprime el
    corazón, como si se hubiesen quedado ciegos en aquel instante. Los ciegos
    de nacimiento, que por no haber visto nunca el mundo no conservan ninguna
    imagen de cosa alguna, inspiran menos compasión. Pero hay niños que se han
    quedado ciegos unos meses antes, se acuerdan de todo, se dan
    perfectamente cuenta de lo que han pedido, y éstos sufren más al notar que
    cada día se les van borrando un poco más las imágenes más queridas, como
    si fuera desapareciendo de su memoria el recuerdo de las personas amadas.
    Uno de esos muchachos me decía cierto día con inexpresable tristeza:
    «¡Desearía recobrar la vista, aunque sólo fuese un momento para volver a
    ver la cara de mi madre, que ya no la recuerdo!»

    Y cuando van a visitarlos las madres, les pasan las manos por la cara, les
    tocan despacito desde la frente a la barbilla, luego los oídos, para darse
    cuenta de cómo son; casi no se convencen de que no podrán verlas, y las
    llaman muchas veces por su nombre como para rogarles que se dejen ver
    siquiera una vez.

    ¡Cuántos salen de allí llorando, aun los más duros de corazón! Al salir, nos
    parece que somos una excepción, que disfrutamos de un privilegio casi
    inmerecido al ver a la gente, las casas, el cielo... Estoy seguro que ninguno
    de vosotros, al salir de allí, dejaría de estar dispuesto a privarse de algo de
    la propia vista para dar aunque sólo fuese un ligero resplandor a todos
    aquellos infelices niños para quienes el sol carece de luz y no pueden ver o
    no han visto jamás las facciones de su madre.
     
  3. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    dejo algunas mas...tendre que viajar en el metrovias, a ver si me encuentro a este juglar!:happy:

    Confidencias

    ... y entonces tú me hablarás
    de aquella, la que tú sabes
    ... y entonces yo te diré
    de la que tú te imaginas,
    ... esas cosas que se hablan
    a un solo amigo y con vino.

    Ramón de Almagro





     
  4. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    ME HAN TIRADO UN BESO ESTA MAÑANA

    Me han tirado un beso esta mañana,
    me lo enviaron los labios de un niño,
    y tú sabes cuanta sed hay en el alma,
    de una simple muestra de cariño.

    Me han tirado un beso esta mañana,
    y mira como influyen estas cosas,
    que mi aburrido día de semana,
    de golpe... se pobló de mariposas.

    Ramón de Almagro

     
  5. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Estos son algunos de los poemas que Don Ramon aconseja aprender con el corazón....( no de memoria ! :happy: )

    Poemas para aprender de Corazón

    Acuarela



    Es la mañana: lirios y rosas

    mueve la brisa primaveral,

    y en los jardines las mariposas

    Vuelan y pasan, vienen y van.



    Una nenita madrugadora

    va a juntar flores para mamá,

    y es tan hermosa que hasta la aurora

    Vierte sobre ella más claridad.



    Tras cada mata de clavelina,

    de pensamiento y de arrayán,

    gira su traje de muselina,

    su sombrerito, su delantal.



    Llena sus brazos de lindas flores,

    y cuando en ellos no caben más,

    con el perfume de mil colores

    Vuelve a los brazos de la mamá.



    Mientras se aleja, sus dos mejillas

    como manzanas se ven brillar,

    y la persiguen las mariposas

    que en los jardines vienen y van.



    Rafael Obligado, Arg.

    (1851-1920)





    La Rosa Blanca



    Cultivo una rosa blanca,

    en Julio como en Enero,

    para el amigo sincero

    que me da la mano franca.



    Y para el cruel que me arranca

    el corazón con que vivo,

    cardo ni ortiga cultivo:

    Cultivo la rosa blanca.



    José Martí, Cubano

    (1853-1895)











    Poemas para aprender de Corazón



    EL ZORZAL



    Muere el sol y junto al río

    rompe a cantar un zorzal,

    la tarde que se marchaba

    se volvió para escuchar,

    el agua que iba corriendo

    se detuvo hecha un cristal,

    y el aire

    el aire quedó en suspenso,

    la brisa sin respirar,

    abrió una boca tamaña

    la luna sobre el sauzal,

    y con lagrimas de estrellas

    el cielo rompió a llorar,

    anochece

    anochece y junto al río

    sigue cantando un zorzal.



    Juan Burghi, Uruguayo

    (1889-1985)



    Setenta balcones y ninguna flor



    Setenta balcones hay en esta casa,

    setenta balcones y ninguna flor

    ¿A sus habitantes, Señor que les pasa?

    ¿Odian el perfume, odian el color?



    La piedra desnuda de tristeza agobia,

    ¡dan una tristeza los negros balcones!

    ¿No hay en esta casa una niña novia?

    ¿No hay algún poeta lleno de ilusiones?



    ¿Ninguno desea ver tras los cristales

    una diminuta copia de jardín?

    ¿En la piedra blanca trepar los rosales,

    en los hierros negros abrirse un jazmín?



    Si no aman las plantas no amarán el ave,

    no sabrán de música, de rimas, de amor.

    Nunca se oirá un beso, jamás se oirá un clave...

    ¡Setenta balcones y ninguna flor!



    Baldomero Fernandez Moreno

    Arg. (1886-1950


     
  6. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Amigos


    Si te sientas conmigo,
    Si tú estás a mi lado,
    Que seamos amigos,
    Ya está casi... arreglado.

    Te diré dos palabras,
    cualquier cosa que sea,
    buscaré de tus labios
    la respuesta... cualquiera.

    Abriré tu sonrisa
    con palabras graciosas,
    te diré con malicia
    una frase... ingeniosa.

    Me dirá tu mirada
    si me has comprendido,
    solo ofrezco palabras,
    solo ofrezco... mi oído.

    El tener quién escuche
    cuando quieres hablar,
    quién te brinde silencio
    cuando quieras pensar.

    El tener quién te hable
    si querés escuchar,
    es tan bueno ¿Y qué cuesta?
    casi nada, al final.

    Si te sientas conmigo,
    si tú estás a mi lado,
    que seamos amigos,
    ya está casi... arreglado.
    Don Ramón de Almagro
     
  7. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Alejandro Dumas (Padre)
    El Conde de Montecristo

    Parte Quinta

    Capítulo dieciséis

    La partida

    Los sucesos que acababan de ocurrir preocupaban a todo París. Manuel y su esposa hablaban de ellos con una sorpresa bien natural en el salón de la calle de Meslay. Enlazaban entre sí las tres catástrofes, tan repentinas como inesperadas, de Morcef, de Danglars y de Villefort.

    Maximiliano, que había venido a visitarles, les escuchaba, o más bien asistía a su conversación, sumido en su acostumbrada insensibilidad.

    -En verdad -decía Julia- que podría creerse, Manuel, que todas esas gentes tan ricas, tan dichosas ayer, habían olvidado en el cálculo sobre el que establecieron su fortuna, su ventura y su consideración, la parte del genio malo, y que éste, como las hadas malditas de los cuentos de Perrault, a quienes se deja de convidar a alguna boda o algún bautizo, se ha aparecido de repente para vengarse de un fatal olvido.

    -¡Cuántos desastres! -decía Manuel, pensando en Morcef y en Danglars.

    -¡Cuántos sufrimientos! -decía Julia, recordando a Valentina, a quien por un instinto de su sexo, no quería mentar delante de su hermano.

    -Si es Dios quien les ha castigado -decía Manuel-, es porque Dios, bondad suprema, no ha hallado nada en el pasado de estas gentes que merezca la atenuación de la pena, es porque esas gentes estaban malditas.

    -¿No eres muy temerario en tus juicios, Manuel? -dijo Julia-. Cuando mi padre, con la pistola en la mano, estaba dispuesto a saltarse la tapa de los sesos, si alguien hubiese dicho como tú ahora: “Este hombre ha merecido su pena” , ¿no se habría equivocado?

    -Sí; pero Dios no ha permitido que nuestro padre sucumbiera, como no permitió que Abraham sacrificase a su hijo. Al Patriarca, como a nosotros, envió un ángel que cortase en la mitad del camino las alas de la muerte.

    No bien acababa de pronunciar estas palabras cuando se oyó el sonido de la campana. Era la señal dada por el conserje de que llegaba una visita. Casi al mismo tiempo se abrió la puerta del salón, y el conde de Montecristo apareció en el umbral. Dos gritos de alegría salieron al mismo tiempo de los dos jóvenes. Maximiliano levantó la cabeza y la dejó caer abatida sobre el pecho.

    -Maximiliano -dijo el conde, sin parecer notar las diferentes impresiones que su presencia causaba en los huéspedes-, vengo a buscaros.

    -¿A buscarme? -dijo Morrel, como saliendo de un sueño.

    -Sí -dijo Montecristo-; ¿no habíamos convenido en que os llevaría, y no os previne ayer que estuvieseis preparado?

    -Heme aquí -dijo Maximiliano-, había venido a decirles adiós

    -Y ¿dónde vais, señor conde? -dijo Julia.

    -A Marsella, primero, señora.

    -¿A Marsella? -repitieron a la vez ambos jóvenes.

    -Sí, y me llevo a vuestro hermano.

    -¡Ay!, señor conde -dijo Julia-, devolvédnoslo ya restablecido.

    Morrel se volvió para ocultar una viva turbación.

    -¿Estabais advertida de que se hallaba malo? -dijo el conde.

    -Sí -respondió la joven-, y temo se enoje con nosotros.

    -Le distraeré -siguió el conde.

    -Estoy dispuesto -dijo Maximiliano--. ¡Adiós, mis buenos amigos; adiós, Manuel, adiós, Julia!

    -¿Cómo, adiós? -exclamó Julia-, ¿partís así, de repente, sin preparativos, sin pasaporte?

    -Esas son las dilaciones que aumentan el pesar de las separaciones -dijo el conde-, y Maximiliano estoy seguro de que ha debido prevenirse de todo, ya se lo había encargado.

    -Tengo mi pasaporte y están hechas las maletas -dijo Morrel con su monótona calma.

    -Muy bien -dijo Montecristo sonriéndose-; con esto ha de conocerse la exactitud de un buen soldado.

    -¿Y nos dejáis ahora? -dijo Julia-, ¿al instante?, ¿sin darnos un día?, ¿una hora siquiera?

    -Mi carruaje está a la puerta, señora. Es necesario que me halle en Roma dentro de cinco días.

    -¡Pero Maximiliano no va a Roma! -dijo Manuel.

    -Voy donde quiera el conde llevarme -dijo Morrel con triste sonrisa-, le pertenezco todavía un mes.

    -¡Oh, Dios mío!, ¿qué significa eso, señor conde?

    -Maximiliano me acompaña -dijo el conde con su persuasiva afabilidad-, tranquilizaos sobre vuestro hermano.

    -¡Adiós, hermana! -dijo Morrel-, ¡adiós, Manuel!

    -Siento una angustia... -dijo Julia-; ¡oh, Maximiliano, Maximiliano!, ¡tú nos ocultas algo!

    -¿Vamos? -dijo Montecristo-; le veréis volver alegre, risueño, gozoso.

    Maximiliano lanzó a Montecristo una mirada casi desdeñosa, casi irritada.

    -¡Partamos! -dijo el conde.

    -Antes de que partáis, señor conde -dijo Julia-, permitidnos deciros todo lo que el otro día...

    -Señora -replicó el conde, tomándole ambas manos-, todo lo que me diríais no equivaldría nunca a lo que leo en vuestros ojos, lo que vuestro corazón ha pensado, lo que el mío ha comprendido. Como los bienhechores de novela, debería haber partido sin volver a veros, pero esta virtud superaba todas mis fuerzas, porque soy hombre débil y vanidoso, porque la mirada húmeda, alegre y tierna de mis semejantes me produce un bien. Ahora parto, y llevo mi egoísmo hasta deciros: No me olvidéis, amigos míos, porque no me volveréis a ver.

    -¿No volveros a ver? -exclamó Manuel, mientras rodaban dos gruesas lágrimas por las mejillas de Julia-. ¡No volver a veros! ¡Pero no es un hombre, es un dios quien nos deja, y este dios va a subir al cielo después de haberse presentado en la tierra para hacer el bien!

    -No digáis eso -repuso con vehemencia Montecristo-, no digáis eso, amigos míos. Los dioses no hacen jamás el mal. Los dioses se detienen donde quieren detenerse, la casualidad no es más fuerte que ellos, y ellos son por el contrario los que sujetan la suerte. No, yo soy un hombre, Manuel, y vuestra admiración es tan injusta como vuestras palabras son sacrílegas.

    Apretando contra sus labios la mano de Julia, que se precipitó en sus brazos, tendió la otra mano a Manuel. Después, arrancándose de esta casa, dulce nido cuyo huésped era la felicidad, llevó tras sí, con una señal, a Maximiliano, pasivo, insensible y consternado, como lo estaba desde la muerte de Valentina.

    -¡Devolved la alegría a mi hermano! -dijo Julia al oído de Montecristo .

    Montecristo le estrechó la mano como lo había hecho once años antes en la escalera que conducía al despacho de Morrel.

    -¿Confiáis siempre en Simbad el Marino? -preguntó sonriéndose.

    -¡Sí!, ¡sí!

    -Pues bien, descansad en la paz y confianza del Señor.

    Como hemos dicho, esperaba la silla de posta. Cuatro caballos vigorosos erizaban las crines y golpeaban con impaciencia el pavimento.

    Alí estaba esperando abajo con el rostro reluciente de sudor. Parecía llegar de una larga carrera.

    -¡Y bien! -le preguntó el conde en árabe-, ¿estuviste en casa del anciano?

    Alí hizo señal afirmativa.

    -¿Y desplegaste la carta a sus ojos tal como lo dije?

    -Sí -dijo respetuosamente el esclavo.

    -¿Y qué ha dicho, o por mejor decir, qué ha hecho?

    Alí se puso a la luz de modo que su señor pudiera verle, a imitando con su delicada inteligencia la fisonomía del anciano, cerró los ojos como hacía Noirtier cuando quería decir: ¡sí!

    -¡Bien!, es que acepta--dijo Montecristo-, ¡partamos!

    Apenas había pronunciado esta palabra, cuando ya el carruaje corría y los caballos hacían estremecer el empedrado despidiendo multitud de chispas.

    Maximiliano se acomodó en su rincón sin decir una palabra.

    Transcurrió media hora. Detúvose el carruaje repentinamente. El conde acababa de tirar del cordón de seda que estaba sujeto a un dedo de Alí. El nubio bajó y abrió la portezuela.

    La noche estaba hermoseada por millares de estrellas. Estaban en lo alto del monte de Villejuif, sobre el plano donde París, como una mar sombría, agita los millares de luces que parecen olas fosforescentes, olas en efecto, olas más bulliciosas, más apasionadas, más movibles, más furiosas, más áridas que las del Océano irritado, olas que no conocen la calma como las del vasto mar, olas que chocan siempre, que espumean siempre, que sepultan siempre...

    El conde quedó solo y a una señal de su amo, el carruaje avanzó un trecho.

    Entonces estuvo un rato con los brazos cruzados, contemplando la fragua en donde se funden, retuercen y modelan todas las ideas que se lanzan como desde un centro hirviente para correr a agitar el mundo. Después de posar su mirada sobre aquella Babilonia de poetas religiosos y de fríos materialistas:

    -¡Gran ciudad! -exclamó inclinando la cabeza y juntando las manos como para orar-, no hace seis meses que crucé tus umbrales. Creo que el espíritu de Dios me había traído, y que me vuelve triunfante. El secreto de mi presencia en tus muros se lo he confiado al Dios que solamente puede leer en mi corazón. El solo conoce que me alejo de aquí sin odio ni orgullo, pero no sin recuerdos. Sólo El sabe que no he hecho uso ni por mí ni por vanas causas del poder que me había confiado. ¡Oh, gran ciudad!, ¡en tu seno palpitante he hallado lo que buscaba; minero incansable, he removido tus entrañas para extraer de ellas el mal; al presente mi obra está cumplida, mi misión terminada; al presente no puedes ofrecerme alegrías ni dolores! ¡Adiós, París, adiós!

    Sus ojos se extendieron aún por la vasta llanura como la mirada de un genio nocturno. Después, pasando la mano por la frente, subió al carruaje, que se cerró tras él, y que desapareció bien pronto por el otro lado de la pendiente entre un torbellino de polvo y ruido.

    Anduvieron diez leguas sin pronunciar una sola palabra. Morrel dormía, Montecristo le miraba dormir.

    -Morrel -le dijo el conde-, ¿os arrepentís de haberme seguido?

    -No, señor conde, pero dejar París... En París es donde Valentina reposa, y perder París es perderla por segunda vez.

    -Los amigos que perdemos no reposan en la tierra, Maximiliano -dijo el conde-, están sepultados en nuestro corazón, y es Dios quien lo ha querido así para que siempre nos acompañen. Yo tengo dos amigos que me acompañan siempre también. El uno es el que me ha dado la vida, el otro es el que me ha dado la inteligencia. El espíritu de los dos vive en mí. Les consulto en mis dudas, y si hago algún bien, a sus consejos lo debo. Consultad la voz de vuestro corazón, Morrel, a inquirid de ella si debéis continuar poniendo tan mal semblante.

    -La voz de mi corazón es bien triste, amigo mío -dijo Maximiliano-, y no me anuncia más que desgracias.

    -Es propio de los espíritus débiles el ver todas las cosas a través de un velo. El alma se forma a sí misma sus horizontes. Vuestra alma es sombría, y os presenta un cielo borrascoso.

    -Quizás esto sea cierto -dijo Maximiliano.

    Y cayó de nuevo en su estupor.

    El viaje se hizo con aquella maravillosa rapidez, que era una de las propensiones del conde. Las ciudades se presentaban como sombras en su camino. Los árboles, sacudidos por los primeros vientos de otoño, parecían ir delante de ellos como gigantes desgreñados, y huían rápidamente cuando eran alcanzados. A la mañana siguiente llegaron a Chalons, donde les esperaba el vapor del conde. Sin perder un instante, el carruaje fue transportado a bordo. Los dos viajeros quedaron embarcados.

    El buque estaba cortado de tal modo que parecía una piragua India. Sus dos ruedas parecían dos alas, con las cuales cortaba el agua como un ave viajera. Morrel mismo sentía una especie de desvanecimiento con la celeridad, y a veces el viento, que hacía flotar sus cabellos, parecía disipar por un momento las nubes de su frente.

    En cuanto al conde, a medida que se alejaba de París, parecía rodearse como de una aureola con una serenidad casi sobrehumana. Hubiérasele tenido por un desterrado que regresaba a su patria.

    Bien pronto Marsella, blanca, erguida, airosa. Marsella, la hermana menor de Tiro y de Cartago, y que las sucedió en el imperio del Mediterráneo. Marsella, más joven cuanto más envejece, presentóse ante sus ojos. Eran para ambos aspectos fecundos en recuerdos, la torre redonda, el fuerte de San Nicolás, la fonda de la ciudad de Puget, el puerto del muelle de ladrillo en donde los dos habían jugado en la niñez.

    Así, de común acuerdo, se detuvieron ambos sobre la Cannebière.

    Un navío partía para Argel. Los fardos, los pasajeros agolpados sobre el puente, la multitud de parientes, de amigos que se decían adiós, que gritaban y lloraban, espectáculo siempre conmovedor, aun para los que asisten diariamente a él. Este movimiento no pudo distraer a Maximiliano de una idea que se había apoderado de él, desde el instante en que puso el pie sobre el muelle.

    -Mirad -dijo, tomando por el brazo a Montecristo-, he aquí el punto donde se detuvo mi padre cuando el Faraón entró en el puerto. Aquí el bravo, a quien salvasteis de la muerte y del deshonor, se arrojó a mis brazos; siento aún la impresión de sus lágrimas sobre mi rostro, y no lloraba solo, mucha gente lloraba al vernos.

    Montecristo se sonrió.

    -Allí estaba yo -dijo, mostrando a Morrel el ángulo de una calle.

    Al decir esto, y en la dirección que indicaba el conde, se oyó un gemido doloroso, y se vio a una mujer que hacía una señal a un pasajero del navío que partía. Esta mujer estaba cubierta con un velo. Montecristo la siguió con los ojos con tal emoción que Morrel habría visto fácilmente si no hubiese tenido los ojos fijos sobre el navío, en dirección opuesta a aquella en que miraba el conde.

    -¡Oh!, ¡Dios mío! -exclamó Morrel-; no me engaño, ese joven que saluda con el sombrero, ese joven de uniforme, con una charretera de subteniente, ¡es Alberto de Morcef!

    -Sí -dijo Montecristo-; lo había conocido.

    -¿Cómo?, ¡si miráis al lado opuesto!

    El conde se sonrió, como hacía cuando no quería responder. Y sus ojos se dirigieron a la mujer embozada, que desapareció a la vuelta de la calle. Entonces se volvió.

    -Caro amigo -dijo Montecristo-, ¿no tenéis nada que hacer en este lugar?

    -Tengo que llorar sobre la tumba.

    -Está bien. Id y esperadme allá abajo, me reuniré con vos.

    -¿Me dejáis?

    -Sí..., tengo también una piadosa visita que hacer.

    Morrel dejó caer la mano sobre la que le tendía el conde. Después, con un movimiento de cabeza, cuya melancolía sería imposible describir, le dejó y se dirigió al Este de la ciudad.

    El conde dejó alejarse a Maximiliano, permaneciendo en el mismo sitio hasta que desapareció. Dirigióse luego hacia las alamedas de Meillán, a fin de hallar la casita que al principio de esta historia ha debido hacerse familiar a nuestros lectores.

    Levántase aún a la sombra de la gran alameda de tilos, que sirve de paseo a los marselleses ociosos, tapizada de extensos vástagos de parra que crecen sobre la piedra amarilla por el ardiente sol del mediodía, con sus brazos ennegrecidos y descarnados por la edad. Dos filas de piedras gastadas por el roce de los pies conducían a la puerta de entrada, puerta formada de tres planchas, que nunca, a pesar de su separación anual, habían reconocido pintura alguna, y esperaban pacientemente que la humedad las reuniese.

    Esta casa, encantadora a pesar de su vejez, risueña, a pesar de su mísera apariencia, era la misma que habitaba en otro tiempo el padre de Dantés. El anciano habitaba sólo el piso superior, y el conde había puesto toda la casa a disposición de Mercedes.

    Allí entró la mujer de largo velo que Montecristo había visto alejarse del navío que zarpaba, cerrando la puerta en el momento mismo en que él doblaba la esquina, de suerte que la vio desaparecer en el momento de encontrarla. Para él todos los pasos eran desde antiguo conocidos. Sabía mejor que nadie abrir aquella puerta, cuyo pestillo interior se levantaba con un clavo largo. Así entró, sin llamar, sin el menor aviso, como un amigo, como un huésped. Al fin de un sendero enladrillado veíase, rico de luz y de colores, un pequeño jardín, el mismo donde, en el plazo designado, Mercedes había hallado la suma, cuyo depósito el conde con su delicadeza había hecho subir a veinticuatro años. Desde el umbral de la puerta de la calle se distinguían los primeros árboles del jardín.

    Al entrar el conde de Montecristo percibió un suspiro parecido a una queja. Este suspiro atrajo su mirada, y sobre una tuna de jazmín de Virginia de follaje espeso y de largas flores purpúreas, vino a Mercedes inclinada y llorando.

    Había levantado su velo, y la faz del cielo, el rostro oculto entre las manos, dando curso a sus suspiros y sollozos, por tanto tiempo contenidos en presencia de su hijo. El conde avanzó unos pasos, y pudieron oírse sus pisadas. Mercedes levantó la cabeza y lanzó un grito de esparto al ver a un hombre ante sí.

    -Señora -dijo Montecristo-, no está en mí poder traeros la ventura, pero os ofrezco un consuelo. ¿Os dignaréis aceptarlo como de un amigo?

    -Soy, en efecto, muy desventurada -respondió Mercedes-, sola en el mundo..., no tenía más que un hijo y me ha dejado.

    -Ha hecho bien, señora -replicó el conde-, y tiene un noble corazón. Ha comprendido que todo hombre debe un tributo a la patria. Unos su talento, otros su industria, éstos sus vigilias, aquellos su sangre. Permaneciendo a vuestro lado, habría consumido una vida inútil. No habría podido acostumbrarse a vuestros dolores. Se hubiera hecho ocioso por indolencia. Se hará grande y fuerte luchando contra su adversidad, que cambiará en fortuna. Dejadle reconstituir vuestro porvenir para los dos, señora. Me atrevo a asegurar que está en manos seguras.

    -¡Oh! -dijo la mujer, moviendo tristemente la cabeza-, esta fortuna de que me habláis, y que ruego a Dios le conceda desde el fondo de mi alma, no la gozaré yo. Han fracasado tantas cosas en mí y a mi alrededor, que me siento cerca de la tumba. Habéis hecho bien, señor conde, en traerme al punto donde era dichosa; donde una ha sido dichosa debe morir.

    -¡Ay! -dijo el conde-, todas vuestras palabras, señora, caen amargas y abrasadoras sobre mi corazón, tanto más amargas y abrasadoras cuanto que vos tenéis razón para odiarme. He causado todos vuestros males, no me lloréis en vez de acusarme. Me haríais aún más desdichado.

    -¿Odiaros, acusaros a vos, Edmundo? ¿Odiar, acusar al hombre que salvó la vida de mi hijo, porque era vuestra intención fatal y sangrienta, no es verdad? ¿Matar al señor de Morcef, el hijo de que estaba tan orgullosa? ¡Oh!, miradme, y veréis si hay en mí la apariencia de una reconvención.

    El conde levantó la mirada y la posó en Mercedes, que medio en pie, extendía sus dos manos hacia él.

    -¡Oh!, miradme -continuó, con un sentimiento de profunda melancolía-, puede resistirse hoy el brillo de mis ojos; no es éste el tiempo en que yo venía a sonreír a Edmundo Dantés, que me esperaba allá arriba, en la ventana del tejado, bajo la cual habitaba su anciano padre... Desde entonces, cuántos días dolorosos han pasado abriendo un abismo de pesares entre él y yo. ¡Acusaros, Edmundo, odiaros, amigo mío, no! A mí es a quien acuso y odio. ¡Oh!, ¡miserable de mí! -exclamó juntando las manos y levantando los ojos al cielo-. He sido castigada... Tenía religión, inocencia, amor, estas tres venturas de los ángeles, y, miserable de mí, dudo de Dios.

    Montecristo dio un paso hacia ella, y le tendió la mano en silencio.

    -No --dijo ella, retirando suavemente la suya-, no, amigo mío, no me toquéis. Me habéis perdonado, y sin embargo, de todos aquellos a quienes habéis herido, yo era la más culpable. Todos los demás han obrado por odio, por codicia, por egoísmo; yo, por maldad. Ellos deseaban, yo he tenido miedo. No, no estrechéis mi mano, Edmundo; meditáis alguna palabra afectuosa, lo siento, no la digáis, guardadla para otra, ¡yo no soy digna, yo.. . ! Mirad -descubrió de repente su rostro-, ved, la desgracia ha puesto mis cabellos grises. Mis ojos han vertido tantas lágrimas que están rodeados de venas violáceas, mi frente se arruga. Vos, por el contrario, Edmundo, vos sois siempre joven, siempre hermoso, siempre altivo. Es que habéis tenido fe, es que habéis tenido fuerza, es que habéis descansado en Dios, y Dios os ha sostenido. Yo he sido malvada; he renegado, Dios me ha abandonado y aquí veis el resultado.

    Mercedes rompió en lágrimas. El corazón de la mujer se despedazaba al choque de los recuerdos. Montecristo asió su mano, y la besó respetuosamente, pero Mercedes notó que este beso carecía de ardor, como el que el conde pudiera haber estampado en la mano de mármol de la estatua de una santa.

    -Hay -continuó- existencias predestinadas, cuya primera falta destroza todo su porvenir. Os creía muerto, ¡y debería haber muerto yo también!, porque ¿para qué ha servido que yo llevase eternamente vuestro duelo en mi corazón?, para convertir a una mujer de treinta y nueve años en una mujer de cincuenta. He aquí todo. ¿De. qué sirve que sola entre todos, habiéndoos reconocido, haya salvado únicamente a mi hijo? ¿No debía también salvar al hombre, por culpable que fuese, a quien había aceptado por esposo? No obstante, le he dejado morir, ¿qué digo? ¡Dios mío! ¡He contribuido a su muerte con mi torpe insensibilidad, con mi desprecio, no recordando, no queriendo recordar que por mí se hizo traidor y perjuro! ¿De qué sirve en fin que haya acompañado a mi hijo hasta aquí, cuando aquí le abandono, cuando aquí le dejo partir solo, cuando le entrego a la devoradora tierra de África? ¡Oh!, he sido malvada, ¡os lo aseguro!, he renegado de mi amor, y como los renegados, comunico la desgracia a cuanto me rodea.

    -No, Mercedes -dijo Montecristo-, no; tened mejor opinión de vos misma. No, vos sois una noble y santa mujer, y me habíais desarmado con vuestro dolor; pero tras de mí, invisible, desconocido, irritado, estaba Dios, de quien yo no era más que mandatario, y que no ha querido contener el rayo que yo mismo había arrojado. ¡Oh!, juro ante el Dios a cuyos pies hace diez años me prosterno diariamente, juro a Dios que os había hecho el sacrificio de mi vida, y con mi vida, de los proyectos a ella encadenados. Pero lo digo con orgullo, Mercedes, Dios tenía necesidad de mí, y he vivido. Examinad el pasado y el presente, tratad de adivinar el porvenir, y ved que soy el instrumento del Señor. Las más terribles desventuras, los más crueles sufrimientos, el abandono de todos los que me amaban, la persecución de los que no me conocen, he aquí la primera parte de mi vida. Luego, inmediatamente después, el cautiverio, la soledad, la miseria. Después el aire, la libertad, una fortuna tan brillante, tan fastuosa, tan desmesurada, que a no ser ciego he debido pensar que Dios me la enviaba en sus grandes designios. Tal fortuna me pareció un sacerdocio, y no hubo un pensamiento en mí para esta vida, de que vos, pobre mujer, vos habéis acaso saboreado la dulzura; ni una hora de calma, ni una sola, me sentía lanzado como la nube de fuego, pasando desde el cielo a abrasar las ciudades malditas. Como los aventureros capitanes que se embarcan para un viaje peligroso, para una osada expedición, preparé víveres, cargué las armas, reuní los medios de ataque y defensa, habituando mi cuerpo a los ejercicios más violentos, mi alma a las cosas más rudas, ejercitando mi brazo en dar muerte, mis ojos en ver sufrir, mis labios a la sonrisa ante los aspectos más terribles. De bueno, confiado y olvidadizo que era, me hice vengativo, disimulado, perverso, o más bien impasible como la sorda y ciega fatalidad. Entonces me arrojé por el sendero que me estaba abierto, franqueé el espacio, llegué al término. ¡Horror para los que he hallado en mi camino!

    -¡Basta! -dijo Mercedes-, ¡basta, Edmundo! Creed que la única que ha podido reconoceros, sólo ella ha podido también comprenderos. ¡Oh, Edmundo!, ¡la que ha sabido reconoceros, la que ha podido comprenderos, ésta, aunque la hubieseis encontrado en vuestro camino y la hubieseis estrellado como un vaso, ésta ha debido admiraros, Edmundo! Como hay un abismo entre mí y el pasado, hay un abismo entre vos y los demás hombres; y mi más dolorosa tortura, os lo digo, es la de comparar, porque no hay nada en el mundo que equivalga a vos, que a vos se asemeje. Ahora decidme adiós, y separémonos, Edmundo.

    -Antes de que os deje, ¿qué es lo que deseáis, Mercedes? -inquirió Montecristo.

    -No deseo más que una cosa, Edmundo: que mi hijo sea dichoso.

    -Rogad al Señor, que tiene la existencia de los hombres entre sus manos, que aleje de él la muerte, yo me encargo dé lo demás.

    -Gracias, Edmundo.

    -¿Pero vos, Mercedes?

    -¡Yo! No tengo necesidad de nada, vivo entre dos tumbas: una de Edmundo Dantés, muerto hace bastante tiempo; ¡le amaba! Esta palabra no sienta bien a mi labio helado, pero mi corazón recuerda constantemente, y por nada del mundo querría borrar de él este recuerdo. La otra es la de un hombre muerto por Edmundo Dantés. Aplaudo al matador, pero debo rogar por el muerto.

    -Vuestro hijo será dichoso, señora-repitió el conde.

    -Entonces seré tan dichosa como puedo llegar a ser -aseguró Mercedes.

    -Pero..., en fin..., ¿qué haréis?

    Mercedes sonrió tristemente.

    -Deciros que viviré en este país como la Mercedes de otro tiempo, es decir, trabajando, no lo creeréis. No sé más que orar, pero no necesito trabajar. El pequeño tesoro por vos habéis escondido ha sido hallado en el lugar que designasteis. Se indagará quién soy, se preguntará qué hago, se indagará cómo vivo. ¿Qué importa?? Es un asunto guardado entre Dios, vos y yo.

    -Mercedes -dijo el conde-, no os hago una reconvención, pero habéis exagerado el sacrificio abandonando la fortuna acumulada por el señor Morcef, y cuya mitad correspondía de derecho a vuestra economía y desvelos.

    -Comprendo lo que vais a proponerme, pero no puedo aceptar, Edmundo; mi hijo me lo prohibiría.

    -Así me guardaré bien de hacer nada por vos que no merezca la aprobación del señor Alberto de Morcef. Sabré sus intenciones y me someteré a ellas. Pero si acepta lo que deseo hacer, ¿le imitaréis sin repugnancia?

    -Ya sabéis, Edmundo, que no soy una criatura pensadora. Resolución no la hay en mí más que para no determinarme nunca. Dios me ha atormentado tanto en sus borrascas, que he perdido la voluntad. Me hallo entre sus manos como una avecilla en las garras del águila. No quiere que muera, puesto que vivo. Si me envía auxilio, es porque querrá, y yo lo recibiré.

    -¡Pensad, señora -dijo Montecristo-, que no es así como se adora a Dios! Dios quiere que se le comprenda y que se le discuta su poder. Por esto nos ha dado el libre albedrío.

    -¡Desventurado! -exclamó Mercedes-, no me habléis así. Si yo creyese que Dios me ha dado el libre albedrío, ¿qué me quedaba para librarme de la desesperación?

    El conde palideció ligeramente, y bajó la cabeza, agobiado por la vehemencia de este dolor.

    -¿No queréis decirme hasta la vuelta? -exclamó, tendiéndole la mano.

    -Sí, Edmundo, os digo hasta la vuelta -replicó Mercedes señalando hacia el cielo con ademán solemne-; esto es probaros que espero todavía.

    Y después de tocar la mano del conde con la suya temblorosa, Mercedes descendió apresuradamente la escalera, y desapareció a los ojos de Edmundo.

    Montecristo salió entonces lentamente de la casa y tomó el camino del puerto. Pero Mercedes no le vio alejarse, aunque se hallaba ante la ventana de la habitación del padre de Dantés. Sus ojos buscaban a lo lejos el buque que llevaba a su hijo por los vastos mares. Verdad es, sin embargo, que su voz, a pesar suyo, murmuró muy quedo:

    -¡Edmundo! ¡Edmundo! ¡Edmundo!
     
  8. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Faltan tres capitulos y termino el libro...aunque parezca mentira!:11risotada: :11risotada: ...les dejo abierta la pregunta...quieren que siga con algun libro en particular?????
    Sugerencias...(dentro de lo que yo ya tengo a mano )
    La Dama de las Camelias ,de este mismo autor.
    Alguno de Borges, pero ´me parece que a la única que le encanta es a mi...:11risotada:
    Papaito piernas largas....un cuento para adolescentes clásico y muy tierno.
    o cualquiera que tengan ganas de leer, que yo me pongo y de alguna forma lo consigo!!!
     
  9. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Pablo Neruda



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    Este 12 de Julio, se celebrarn los 105 años desde el nacimiento del poeta chileno Pablo Neruda, el cual nació en Parral un 12 de julio de 1904, y murió el 23 de setiembre de 1973, en Santiago de Chile.

    Este famoso poeta ganó el Premio Nobel de Literatura en 1971, y escribió más de 40 libros, algunos de ellos publicados después de su muerte.

    Tras publicar algunos libros de poesía, en 1924 alcanzó fama internacional con Veinte poemas de amor y una canción desesperada, obra que, junto con Tentativa del hombre infinito, distingue la primera etapa de su producción poética, señalada por la transición del modernismo a formas vanguardistas influidas por el creacionismo de Vicente Huidobro.

    Los problemas económicos indujeron a Pablo Neruda a emprender, en 1926, la carrera consular que lo llevó a residir en Birmania, Ceilán, Java, Singapur y, entre 1934 y 1938, en España, donde se relacionó con García Lorca, Aleixandre, Gerardo Diego y otros componentes de la llamada Generación del 27, y fundó la revista Caballo Verde para la Poesía.

    Desde su primer manifiesto tomó partido por una "poesía sin pureza" y próxima a la realidad inmediata, en consonancia con su toma de conciencia social.

    En tal sentido, Neruda apoyó a los republicanos al estallar la guerra civil y escribió España en el corazón. Progresivamente sus poemas experimentaron una transición hacia formas herméticas y un tono más sombrío al percibir el paso del tiempo, el caos y la muerte en la realidad cotidiana.

    De regreso en Chile, en 1939 Neruda ingresó en el Partido Comunista y su obra experimentó un giro hacia la militancia política que culminó con la exaltación de los mitos americanos de su Canto general.

    En 1945 fue el primer poeta en ser galardonado con el Premio Nacional de Literatura de Chile. Al mismo tiempo, desde su escaño de senador utilizó su oratoria para denunciar los abusos y las desigualdades del sistema. Tal actitud provocó la persecución gubernamental y su posterior exilio en Argentina.

    De allí pasó a México, y más tarde viajó por la URSS, China y los países de Europa Oriental. Tras este viaje, durante el cual Neruda escribió poemas laudatorios y propagandísticos y recibió el Premio Lenin de la Paz, volvió a Chile.

    A partir de entonces, la poesía de Pablo Neruda inició una nueva etapa en la que la simplicidad formal se correspondió con una gran intensidad lírica y un tono general de serenidad.

    Su prestigio internacional fue reconocido en 1971, año en que se le concedió el Premio Nobel de Literatura. El año anterior Pablo Neruda había renunciado a la candidatura presidencial en favor de Salvador Allende, quien lo nombró poco después embajador en París. Dos años más tarde, ya gravemente enfermo, regresó a Chile.
     
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    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    pablo Neruda

    "Por qué se me vendrá todo el amor de golpe
    cuando me siento triste, y te siento lejana ..."



    Cuántas veces, amor, te amé sin verte y tal vez sin recuerdo...

    Cuántas veces, amor, te amé sin verte y tal vez sin recuerdo,
    sin reconocer tu mirada, sin mirarte, centaura,
    en regiones contrarias, en un mediodía quemante:
    eras sólo el aroma de los cereales que amo.

    Tal vez te vi, te supuse al pasar levantando una copa
    en Angola, a la luz de la luna de Junio,
    o eras tú la cintura de aquella guitarra
    que toqué en las tinieblas y sonó como el mar desmedido.

    Te amé sin que yo lo supiera, y busqué tu memoria.
    En las casas vacías entré con linterna a robar tu retrato.
    Pero yo ya sabía cómo era. De pronto

    mientras ibas conmigo te toqué y se detuvo mi vida:
    frente a mis ojos estabas, reinándome, y reinas.
    Como hoguera en los bosques el fuego es tu reino.




    pablo Neruda
     
  11. clause

    clause Claudia

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    Poema 05... Para que tú me oigas...

    Para que tú me oigas
    mis palabras
    se adelgazan a veces
    como las huellas de las gaviotas en las playas.

    Collar, cascabel ebrio
    para tus manos suaves como las uvas.

    Y las miro lejanas mis palabras.
    Más que mías son tuyas.
    Van trepando en mi viejo dolor como las yedras.

    Ellas trepan así por las paredes húmedas.
    Eres tú la culpable de este juego sangriento.

    Ellas están huyendo de mi guarida oscura.
    Todo lo llenas tú, todo lo llenas.

    Antes que tú poblaron la soledad que ocupas,
    y están acostumbradas más que tú a mi tristeza.

    Ahora quiero que digan lo que quiero decirte
    para que tú las oigas como quiero que me oigas.

    El viento de la angustia aún las suele arrastrar.
    Huracanes de sueños aún a veces las tumban

    Escuchas otras voces en mi voz dolorida.
    Llanto de viejas bocas, sangre de viejas súplicas.
    Ámame, compañera. No me abandones. Sígueme.
    Sígueme, compañera, en esa ola de angustia.

    Pero se van tiñendo con tu amor mis palabras.
    Todo lo ocupas tú, todo lo ocupas.

    Voy haciendo de todas un collar infinito
    para tus blancas manos, suaves como las uvas.







     
  12. clause

    clause Claudia

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    Nocturno

    Cae la tarde,melancólica y aletargada
    las sombras se dibujan sutiles
    y las estrellas prometen su entrada,
    pero un cúmulo de nubes las aguardan.


    Mis ojos se pierden, en la noche cerrada,
    sueño reflejos de luz y un cielo claro.
    Dibujo espejos níveos en el agua
    y imagino una luna que se derrama.

    La noche es promesa, descanso, espera.
    Un refugio momentaneo donde el azul combo
    se hace un mundo mágico y luminoso,
    para atenuar el silencio y la espera.

    Una profunda y extraña paz florece
    la oscuridad se apiada del alma
    y tras un arrullo casi celestial
    el nuevo día, impertinente,aguarda.


    cms
     
  13. clause

    clause Claudia

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    Alejandro Dumas (Padre)
    El Conde de Montecristo

    Parte Quinta


    Capítulo diecisiete

    Lo pasado

    Edmundo salió con el alma acongojada de aquella casa, en la que dejaba a Mercedes para no volverla a ver jamás, según todas las probabilidades.

    Desde la muerte del pequeño Eduardo, habíase operado una gran transformación en el conde de Montecristo. Llegado a la cima de su venganza por la pendiente lenta y tortuosa que había seguido, se encontraba al otro lado de la montaña con el abismo de la duda.

    Había más. La conversación que acababa de tener con Mercedes había despertado tantos recuerdos en su corazón, que en sí mismos necesitaban ser combatidos.

    Un hombre del temple del conde de Montecristo no podía estar mucho tiempo sumergido en la melancolía que suele reinar en las almas vulgares, dándoles una originalidad aparente, pero que aniquila las almas superiores. El conde se decía que para que llegase a vituperarse él mismo era bastante el que se introdujese un error en sus cálculos.

    -Miro mal lo pasado -dijo-, y no puedo haberme engañado así. ¡Cómo! -continuó-, ¡el objeto que me había propuesto sería un objeto insensato! ¡Cómo!, ¡habría andado un camino equivocado por espacio de diez años! ¡Cómo!, ¡una hora bastaría para probar al arquitecto que la obra de todas sus esperanzas era, si no imposible, al menos sacrílega!

    » No quiero habituarme a esta idea, me volvería loco. Lo que falta a mis razonamientos de hoy es la apreciación exacta de lo pasado, porque veo este pasado del otro lado del horizonte. En efecto, a medida que se avanza, lo pasado, parecido al paisaje a cuyo través se marcha, se borra a medida que nos alejamos. Me ocurre lo que a los que se hieren durmiendo, ven y sienten la herida, y no recuerdan haberla recibido.

    »¡Ea, pues, hombre degenerado! ¡Ea, rico extravagante! ¡Ea, vos que dormís despierto! ¡Ea, visionario omnipotente! ¡Ea, millonario invencible!, recuerda por un instante la funesta perspectiva de tu vida miserable y hambrienta. Repasa los caminos por donde la fatalidad te ha lanzado, o la desgracia te ha conducido, o la desesperación te ha recibido. Bastantes diamantes, oro y ventura brillan hoy en los cristales del espejo en donde Montecristo mira a Dantés. Oculta esos diamantes, pisa ese oro, borra esos rayos. Rico, vuelve a hallar al pobre; libre, vuelve a encontrar al preso; resucitado, vuelve a reconocer al cadáver.»

    Y diciéndose a sí mismo todas estas cosas, Montecristo seguía por la calle de la Caissierie. Era la misma por donde hacía veinticuatro años había sido llevado por una guardia silenciosa y nocturna; sus casas, de un aspecto risueño, estaban aquella noche sombrías, silenciosas y cerradas.

    -No obstante, son las mismas -murmuró Montecristo-, sólo que entonces era de noche; hoy es de día, el sol lo alumbra todo y llena de alegría.

    Descendió al muelle por la calle de Saint-Laurent, y avanzó hacia la Consigna, punto del puerto en donde había embarcado. Distinguió un barco de paseo, y Montecristo llamó al patrón, quien se dirigió al punto hacia él.

    El tiempo estaba magnífico, el viaje fue una fiesta. El sol descendía hacia el horizonte, rojo y resplandeciente, y se dibujaba entre las olas. La mar, tersa como un espejo, se rizaba a veces con el movimiento de los peces, que perseguidos por algún enemigo oculto, salían fuera del agua en busca de otro elemento. En fin, por el horizonte veíanse pasar blancas y graciosas, como mudas viajeras, las barcas de los pescadores que van a las Martigues, o los buques mercantes cargados para Córcega o para España.

    A pesar de tan hermoso cielo, de las barcas de graciosos contornos, de los dorados rayos que inundaban el paisaje, el conde, envuelto en su capa, recordaba uno por uno todos los pormenores del terrible viaje. La luz única y aislada que alumbraba a los Catalanes, la vista del castillo de If, que le reveló dónde se le llevaba; la lucha con los gendarmes cuando quiso arrojarse al mar, su desesperación cuando se sintió vencido, y la fría sensación de la boca del cañón de la carabina, apoyada sobre su sien como un anillo de hierro. Y poco a poco, como las fuentes secadas por el estío, cuando se amontonan las nubes del otoño, que se humedecen paulatinamente y comienzan a caer gota a gota, el conde de Montecristo sintió igualmente caer sobre su pecho la antigua hiel extravasada que había otras veces inundado el corazón de Edmundo Dantés.

    Para él no hubo desde entonces nada de bello cielo, de barcas graciosas, de luz ardiente. El cielo se cubrió de un fúnebre crespón, y la aparición de la negra y gigantesca mole del castillo de If le hizo estremecerse, como si se le hubiese aparecido de repente el fantasma de un enemigo mortal.

    Llegaron. Instintivamente el conde retrocedió hasta la extremidad de la barca. El patrón creyó deber decirle con la voz más cariñosa:

    -Hemos llegado, señor.

    Montecristo recordó que en aquel mismo punto, sobre la misma roca, había sido violentamente arrastrado por sus guardias, y que se le había obligado a subir aquella pendiente con la punta de una bayoneta.

    El camino le había parecido en otro tiempo muy largo a Dantés. Montecristo le encontraba muy corto. Cada golpe de remo le había hecho brotar, con la húmeda espuma del mar, un millar de pensamientos y recuerdos. Desde la revolución de julio no había prisioneros en el castillo de If. Un puesto destinado a impedir el contrabando ocupaba sólo sus cuerpos de guardia. A la puerta del castillo se hallaba un conserje aguardando a los curiosos para mostrarles aquel monumento de terror, convertido en un monumento de curiosidad. Y no obstante, aunque enterado de todos esos pormenores, cuando entró bajo su bóveda, cuando bajó la negra escalera, cuando fue conducido a los calabozos que deseaba ver, una palidez mortal cubrió su frente, y un sudor helado refluyó hasta su corazón.

    El conde preguntó si quedaba algún antiguo carcelero del tiempo de la Restauración. Todos habían sido despedidos, o pasado a ocupar otros puestos.

    El conserje que le guiaba estaba sólo desde 1830. Fue conducido a su propio calabozo.

    Vio la luz opaca del día entrar por el estrecho ventanuco. El sitio donde estaba su lecho, sacado después, y detrás, aunque cerrada, visible aún por su piedra más nueva, la abertura hecha por el abate Faria.

    Montecristo sintió debilitarse sus piernas. Tomó un asiento de madera y se sentó.

    -¿Se refieren algunas historias de este castillo, a más de la prisión de Mirabeau? -preguntó el conde-, ¿hay alguna tradición en esta mansión lúgubre que haga creer que los hombres han encerrado en ella algún viviente?

    -Sí, señor -dijo el conserje-, y de este mismo calabozo me ha transmitido una el carcelero Antonio.

    El conde se estremeció. Ese carcelero Antonio era el suyo. Había casi olvidado su nombre y su fisonomía. Pero al oírle nombrar, le recordó tal cual era, con su poblada barba, su ropa parda y su manojo de llaves, de las que le parecía oír aún el ruido.

    Montecristo se volvió y creyó verle en la sombra del corredor, muy oscuro a pesar de la luz de la antorcha que ardía en las manos del conserje.

    -¿Queréis que os la cuente? -preguntó el conserje.

    -Sí -contestó el conde-, empezad.

    Y puso la mano sobre su corazón, para comprimir un violento latido y conmovido al oír contar su propia historia.

    -Decid -repitió.

    -Este calabozo -repuso el conserje- estaba ocupado hace mucho tiempo por un prisionero, hombre muy peligroso, a lo que parece, y tanto más cuanto que era industrioso a inteligente. Otro ocupaba este castillo al mismo tiempo que él. Este no era malvado, era un pobre sacerdote loco.

    -¡Ah!, sí, loco-repitió el conde-, ¿y cuál fue su locura?

    -Ofrecía millones a cambio de la libertad.

    Montecristo levantó los ojos al cielo, pero no lo veía. Existía una barrera impenetrable entre él y el firmamento. Pensó en que había mediado otra no menos espesa entre los ojos de aquellos a quienes había ofrecido el abate Faria sus tesoros, y entre estos mismos tesoros ofrecidos.

    -¿Podían verse unos a otros? -preguntó Montecristo.

    -¡Oh!, no, señor; estaba rigurosamente prohibido. Pero burlaron esta prohibición abriendo una galería de un calabozo a otro.

    -¿Y quién de los dos abrió esa galería?

    -¡Oh!, fue ciertamente el joven -dijo el conserje-, el joven era diestro y fuerte, mientras el abate era viejo y débil, y su inteligencia era además demasiado vacilante para seguir una idea.

    -¡Ciegos! -murmuró Montecristo.

    -El joven abrió, pues, la galería. ¿Con qué?, se ignora, pero la abrió, y la prueba es que pueden observarse aún las señales. Mirad, ¿lo veis?

    Y acercó la antorcha a la muralla.

    -¡Ah!, sí, ciertamente -dijo el conde con una voz fuertemente conmovida.

    -Resulta que los presos se comunicaron. ¿Cuánto duró esta comunicación? No se sabe. Un día, el preso viejo cayó enfermo y murió. Adivinad lo que hizo el joven -dijo el conserje interrumpiéndose.

    -Decid.

    -Cogió el cadáver, y lo puso encima de su propio lecho, la nariz hacia la muralla. Después volvió al calabozo vacío, abrió el agujero, y se metió en el saco mortuorio. ¿Habéis visto nunca una idea semejante?

    Montecristo cerró los ojos, y se sintió agitado por todas las impresiones que había experimentado, cuando la tela grosera del frío cadáver le tocó y le rozó con su semblante.

    El carcelero prosiguió:

    -Ved, ved aquí su proyecto. Creía que se enterraban los cadáveres en el castillo de If, y como dudaba mucho de que se hicieran gastos de funeral para los presos, contó con levantar la tierra con sus espaldas, pero había por desgracia una costumbre que frustró su intento. No se enterraba a los muertos, se les ataba una piedra a los pies y se les arrojaba al mar, y esto es lo que se hizo. Nuestro hombre fue lanzado al agua desde lo alto de la galería. Al día siguiente se halló el verdadero cadáver en su lecho, y se descubrió todo, porque los sepultureros dijeron entonces lo que antes no habían osado decir. Que en el momento de lanzar el cuerpo oyeron un grito terrible, ahogado en el instante mismo por el agua en la cual fue a desaparecer.

    Montecristo respiraba fatigosamente. El sudor cubría su rostro. La angustia oprimía su corazón.

    -¡No! -murmuró-, ¡no!, la duda que he experimentado era un principio de olvido, pero el corazón se abre de nuevo, y vuelve a estar sediento de venganza.

    -¿Y el preso? -preguntó ansioso-. ¿Se ha vuelto a oír hablar de él?

    -Jamás. Se cree una de dos cosas, o que murió en el acto, o que se ahogó en el mar.

    -Decís que se le ató una bala a los pies. Caería derecho.

    -Caería tal vez así -repuso el conserje-, y el peso de la bala le llevaría al fondo, en donde debió de quedar el pobre hombre.

    -¿Le lloráis?

    -Por vida mía que sí, aunque estuviese así en su elemento.

    -¿Qué queréis decir?

    -Que por aquel entonces se decía que aquel desgraciado había sido en su tiempo oficial de marina detenido por bonapartista.

    -¡Cierto! -murmuró Montecristo-. Dios lo ha hecho para sobrenadar en las aguas y en las llamas.

    Así el pobre marino vio en sus recuerdos algunos contornos de la historia que se refería sin duda en el hogar doméstico, estremeciéndose tal vez con la consideración de que había hendido el espacio para sepultarse en lo profundo de los mares.

    -¿No se supo nunca su nombre? -preguntó el conde en voz alta.

    -¡Oh!, no -dijo el conserje-. No era conocido más que por el número treinta y cuatro.

    -¡Villefort! ¡Villefort! -murmuró Montecristo-, he aquí lo que hartas veces has debido decirte cuando mi espectro causaba tus insomnios.

    -¿Queréis continuar la visita? -preguntó el conserje.

    -Sí; sobre todo, si tenéis la bondad de mostrarme la morada del pobre abate.

    -¡Ah! El número veintisiete.

    -Sí, veintisiete -repitió Montecristo.

    Y le parecía oír aún la voz del abate Faria, cuando le pedía su nombre, diciéndole aquel número a través de la muralla.

    -Venid.

    -Esperad -dijo Montecristo- que eche la mirada sobre todas las fases de este calabozo.

    -Bueno -dijo el guía-, ahora resulta que he olvidado la llave del otro.

    -Idla a buscar.

    -Os dejo la antorcha.

    -No; lleváosla.

    -Pero os vais a quedar a oscuras.

    -Es que puedo ver en medio de la oscuridad.

    -¡Lo mismo que él!

    -¿Que quién?

    -E1 número treinta y cuatro. Se dice que estaba tan habituado a la oscuridad, que hubiera distinguido una espina en lo más oscuro del calabozo.

    -Necesitó diez años para llegar a tal estado -murmuró el conde.

    El guía se alejó, llevándose la antorcha.

    El conde había dicho la verdad. Apenas estuvo algunos segundos en la oscuridad, cuando ya lo distinguía todo como en medio del día. Entonces miró a su alrededor y reconoció palpablemente su calabozo.

    -Sí -dijo--, ¡he aquí la piedra donde me sentaba, he aquí señaladas mis espaldas en el muro! ¡He aquí el rastro de la sangre que corrió de mi frente el día que quise romperla contra la pared! ¡Oh!, estos caracteres..., los recuerdo..., los escribí un día que calculaba la edad de mi padre para ver si lo volvería a encontrar vivo, y la edad de Mercedes para ver si la encontraría libre... Tuve un momento de esperanza después de efectuar el cálculo... ¡No tenía en cuenta el hambre y la infidelidad!

    Y una amarga sonrisa se escapó de la boca del conde. Acababa de ver, como en un sueño, a su padre llevado a la tumba... ¡A Mercedes caminando hacia el altar!

    En la otra pared atrajo su mirada una inscripción. Veíase aún, en el verdoso muro.

    -DIOS MIO -leyó Montecristo-, ¡CONSERVADME LA MEMORIA!

    »¡Oh!, sí -exclamó-; he ahí la última plegaria de mis últimos tiempos. No pedía la libertad, pedía la memoria, temiendo volverme loco y olvidar. Dios mío, me habéis conservado la memoria, y todo lo recuerdo ahora, ¡gracias, gracias, Dios mío! »

    En este momento la luz de la antorcha reflejó en el muro. Era el guía que bajaba.

    El conde le salió al encuentro.

    -Seguidme -dijo, y sin necesidad de la luz del día, le hizo seguir un corredor subterráneo que conducía a otra entrada.

    Aún allí fue asaltado Montecristo por un torbellino de pensamientos.

    Lo primero que vio fue el meridiano trazado en la muralla, con cuyo auxilio sabía las horas el abate Faria. Luego, los restos del lecho en que murió el pobre preso.

    Al verlo, en vez de la angustia que el conde había experimentado en el calabozo, abrió su corazón a un sentimiento dulce y tierno, un sentimiento de gratitud, y las lágrimas saltaron de sus ojos.

    -Aquí es -dijo el guía- donde estaba el abate loco, por allí venía a encontrarle el joven -y señaló a Montecristo la abertura de la galería aún no cerrada-. Por el color de la piedra -prosiguió- ha reconocido un sabio que deba de hacer diez años poco más o menos que los dos presos se comunicaban en estos sitios. ¡Pobres gentes, cuánto debieron de aburrirse en diez años!

    Dantés sacó algunos luises de su bolsillo y tendió la mano hacia el hombre que por segunda vez le compadecía sin conocerle.

    El conserje los recibió, creyendo eran algunas monedas de poco valor, pero a la luz de la antorcha, diose cuenta de la suma que se le entregaba.

    -Señor -le dijo-, os habéis equivocado.

    -¿En qué?

    -Es oro lo que me dais.

    -Ya lo sé.

    -¡Cómo! ¿Lo sabéis?

    -Sí.

    -¿Teníais la intención de darme este oro?

    -Sí.

    -¿Y puedo guardármelo sin recelo alguno?

    El conserje contempló lleno de admiración a Montecristo.

    -¡Y honrosamente! -dijo el conde, como Hamlet.

    -Señor -repuso el conserje, no atreviéndose a creer en su suerte-, señor, no comprendo vuestra generosidad.

    -Es fácil de comprender sin embargo -dijo el conde-. He sido marino, y vuestra historia me ha conmovido extraordinariamente.

    -Entonces, señor -dijo el guía-, puesto que sois tan generoso, merecéis que os ofrezca yo alguna cosa.

    -¿Qué tenéis que ofrecerme, amigo mío? ¿Conchas, obras de paja?, gracias.

    -No, señor, no. Alguna cosa que se refiere a la historia presente. -¿De veras? -exclamó el conde-, ¿y qué es ello?

    -Escuchad -dijo el conserje-, he aquí lo que pasó. Dije para mí, siempre se descubre algo en una morada ocupada diez años por un preso, y me puse a registrarlo todo; observé que sonaba a hueco debajo del lecho y en el hogar de la chimenea.

    -Sí -dijo el conde-, sí.

    -Levanté las piedras, y hallé...

    -Una escala de cuerda, herramientas -exclamó el conde Montecristo .

    -¿Cómo sabéis eso? -preguntó el conserje, sorprendido.

    -No lo sé, lo adivino -dijo el conde-,son cosas que se hallan ordinariamente en los escondrijos de los presos.

    -Sí, señor, sí -dijo el guía-, una escala de cuerda y herramientas.

    -¿Y las tenéis aún? -exclamó Montecristo.

    -No, señor; vendí estos diferentes objetos, que eran muy curiosos a los visitantes, pero me queda otra cosa.

    -¿Qué? -preguntó el conde con impaciencia.

    -Me queda una especie de libro escrito sobre tiras de tela.

    -¡Oh! -exclamó el conde-, ¿conserváis ese libro?

    -No sé si es un libro --dijo el conserje-, pero me queda lo que os digo.

    -Ve a buscármelo, amigo mío, ve -dijo Montecristo-, y si es lo que presumo, estate tranquilo.

    -Voy, señor.

    Y el guía salió.

    Edmundo fue a arrodillarse piadosamente ante los restos del lecho que la muerte había convertido para él en altar.

    -¡Oh!, mi segundo padre -dijo-, tú que me diste libertad, ciencia, riqueza; tú, que parecido a las criaturas de una especie superior a la nuestra, tenías la ciencia del bien y del mal, si en el fondo de la tumba queda de nosotros alguna cosa que se levante a la voz de los que moran sobre la tierra, si en la transformación que sufre el cadáver alguna cosa animada flota en los lugares en donde hemos amado o sufrido mucho, noble corazón, espíritu supremo, alma profunda, con una palabra, con un signo, con una revelación cualquiera, líbrame, lo ruego, en nombre del amor paternal que me dispensabas, y del respeto filial que lo profesé, del resto de duda, que vendrá a ser un remordimiento si no se cambia en mí en convicción.

    Montecristo bajó la cabeza y juntó las manos.

    -Ved, señor -le dijo una voz a sus espaldas.

    El conde tembló y se volvió.

    El conserje le entregó las tiras de tela en donde el abate Faria había depositado todos los tesoros de su ciencia. Este manuscrito era la gran obra del abate Faria sobre el reino de Italia.

    El conde se apoderó de él con presteza, y sus ojos, mirando el epígrafe, leyeron:

    «Arrancarás los dientes al dragón, y pisotearás los leones, ha dicho el Señor. »

    -¡Ah! -exclamó-, ¡he aquí la respuesta! ¡Gracias, padre mío, gracias!

    Y sacando del bolsillo una cartera que contenía diez billetes de banco de mil francos cada uno:

    -Tómala -dijo al conserje.

    -¿Me la dais?

    -Sí, pero a condición de que no la mirarás hasta que yo haya partido.

    Y guardando en el pecho la reliquia que acababa de encontrar, y que para él equivalía al más preciado tesoro, salió del subterráneo y subió a la barca.

    -¡A Marsella! -dijo.

    Luego, alejándose, con los ojos fijos en la sombría prisión:

    -¡Horror! -dijo-, ¡para los que me encerraron en ella, y para los que han olvidado que en ella estuve!

    Al pasar otra vez por los Catalanes, el conde se volvió, y envolviendo la cabeza en la capa, murmuró el nombre de una mujer.

    La victoria era completa. Montecristo había vencido la duda por dos veces.

    Ese nombre, que pronunció con una expresión de ternura que era casi amor, era el nombre de Haydée.

    Al poner el pie en tierra, el conde se dirigió al cementerio, seguro de encontrar a Morrel.

    También él, diez años antes, había buscado piadosamente una tumba en el cementerio, y la había buscado inútilmente. Volviendo a Francia con millones, no había podido encontrar la tumba de su padre, muerto de hambre. Morrel mandó poner en ella una cruz, pero esta cruz se cayó y el enterrador la quemó, como hacen todos ellos, encendiendo lumbre en el cementerio. El honrado naviero había sido más afortunado. Muerto en brazos de sus hijos, fue llevado por ellos a enterrar cerca de su mujer, dos años antes entrada en la eternidad. Dos largas losas de mármol, con sus nombres inscritos en ellas, estaban extendidas, una al lado de otra, en un pequeño recinto, rodeado por una balaustrada de hierro, y sombreado por cuatro cipreses.

    Maximiliano se apoyaba en uno de estos árboles, y tenía clavados sus ojos inciertos sobre las dos tumbas.

    Su dolor era profundo, casi le trastornaba.

    -Maximiliano -le dijo el conde-, no es ahí donde se debe mirar, sino allí.

    Y le señaló el cielo.

    -Los muertos se encuentran en todas partes -dijo Morrel--, ¿no me lo dijisteis al hacerme abandonar París?

    -Maximiliano -dijo el conde-, me pedisteis durante el viaje deteneros algunos días en Marsella. ¿Es éste aún vuestro deseo?

    -No tengo deseos, conde. Aunque creo que esperaré menos penosamente en Marsella que otras veces.

    -Tanto mejor, Maximiliano, porque os dejo, llevándome vuestra palabra, ¿no es verdad?

    -¡Ah!, lo olvidaré, conde-dijo Morrel-, lo olvidaré.

    -No, no lo olvidaréis, porque sois hombre de honor antes que todo, Morrel, porque lo habéis jurado, porque vais a jurarlo de nuevo.

    -¡Oh!, conde, ¡tened piedad de mí!, conde, ¡soy tan desgraciado!

    -Conocí a un hombre más desgraciado que vos, Morrel.

    -Es imposible.

    -¡Ah! -dijo Montecristo-, es uno de los orgullos de nuestra pobre humanidad el creerse cada hombre más desgraciado que cualquier otro que gime y llora a su lado.

    -¿Qué mayor desgracia que la del que pierde el único bien que amaba y deseaba en el mundo?

    -Escuchad, Morrel -dijo el conde-, y fijad un momento vuestro espíritu en lo que voy a deciros. He conocido un hombre que, como vos, había depositado todas sus esperanzas de ventura en una mujer. Ese hombre era joven, tenía un padre anciano al que amaba, una mujer que pronto iba a ser su esposa, y a la cual idolatraba. Iba a casarse, cuando de repente, uno de esos caprichos de la suerte que haría dudar de la bondad de Dios, si Dios no se revelase al cabo, mostrando que todo es para El un medio de guiar a su unidad infinita, cuando de repente un capricho de la suerte le robó la libertad, la novia, el porvenir que entreveía y que creía cierto, porque, ciego como estaba, no podía leer más que en lo presente, para sumergirle en la lobreguez de un calabozo.

    -¡Ah! -dijo Morrel-, ¡se sale de un calabozo al cabo de ocho días, de un mes, de un año!

    -Estuvo en él catorce años, Morrel -dijo el conde poniendo la mano en el hombro del joven.

    Maximiliano se estremeció.

    -¡Catorce años! -murmuró.

    -¡Catorce años! -repitió el conde-, y también durante ellos tuvo hartos momentos de desesperación. También, como vos, Morrel, creyéndose el más desdichado de los hombres, pensó en suicidarse.

    -¿Y bien? -preguntó Morrel.

    -¡Y bien!, en el momento supremo, Dios se reveló a él por un medio humano, porque Dios hace milagros. Acaso en el primer momento, es preciso tiempo para que los ojos anegados en lágrimas vean claro, no comprendió la misericordia infinita del Señor, pero al fin, tuvo paciencia y esperó. Un día salió milagrosamente de la tumba, transformado, rico, poderoso, casi un dios; su primer grito fue para su padre; su padre había muerto.

    -Y también el mío -dijo Morrel.

    -Sí, pero vuestro padre murió en vuestros brazos, dichoso, honrado, rico, lleno de ilusiones. El otro murió pobre, desesperado, dudando de Dios, y cuando, diez años después, el hijo buscaba su tumba, ésta había desaparecido, y nadie ha podido decirle: «Aquí descansa en Dios el corazón que tanto lo ha amado.»

    -¡Oh! -dijo Morrel.

    -Era, pues, más desventurado que vos, porque no sabía dónde hallar la tumba de su padre.

    -Pero -dijo Morrel- restábale al menos la mujer amada.

    -Os engañáis, Morrel; esa mujer...

    -¿Había muerto? -exclamó Maximiliano.

    -Peor aún. Era infiel, se había casado con uno de los perseguidores de su amante. Bien veis, Morrel, que era más desgraciado amante que vos.

    -¿Y ha enviado Dios -preguntó Morrel- consuelos a ese hombre?

    -Le ha dado la calma, al menos.

    -¿Y ese hombre podrá ser dichoso algún día?

    -Lo espera, Maximiliano.

    El joven dejó caer la cabeza sobre el pecho.

    -Ya tenéis mi promesa -dijo, tras un momento de silencio, y tendiendo la mano a Montecristo-, recordad únicamente. ..

    -El 5 de octubre, Morrel, os espero en la isla de Montecristo. El 4 hallaréis una embarcación en el puerto de Bastia, llamada el Eurus. Daréis el nombre al patrón, que os conducirá cerca de mí. ¿De acuerdo, Maximiliano?

    -De acuerdo, conde; así lo haré. Pero recordad que el 5 de octubre...

    -Sois un niño que no sabe aún lo que vale la promesa de un hombre... Os he dicho veinte veces que ese día, si aún queréis morir, os ayudaré a ello, Morrel. Adiós.

    -¿Me dejáis?

    -Sí; tengo que hacer en Italia. Os dejo solo, solo en lucha con la desgracia, solo con el águila de poderosas alas que el Señor envía a sus elegidos para transportarlos a sus plantas. La historia de Ganimedes no es una fábula, es una alegoría, Maximiliano.

    -¿Cuándo partís?

    -En seguida, el vapor me espera, dentro de una hora estaré lejos de vos, ¿me acompañaréis al puerto, Morrel?

    -Soy todo vuestro, conde.

    -Dadme un abrazo.

    Morrel acompañó al conde hasta el puerto. Ya el humo salía como un inmenso penacho del negro tubo que lo lanzaba hasta el cielo. Pronto partió el buque, y una hora después, como había dicho Montecristo , esta misma cola de humo blanquecino cortaba apenas visible el horizonte oriental, sombreado por las primeras brumas de la noche
    .
     
  14. clause

    clause Claudia

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    aca me cito, para que me digan!!!!!!! ..ahora faltan dos nada mas!
     
  15. mai^a

    mai^a My Garden

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